Naufragio en Chiapas

Por Alberto Pradilla, con reportería de Ángeles Mariscal y Christian Locka desde Camerún

Al menos tres cameruneses murieron en el naufragio registrado el 11 de octubre en las costas de Chiapas. Otros ocho salvaron la vida. Se trata del peor accidente en el que se vieron involucrados migrantes africanos en México. Solo una de las familias logró recuperar sus restos. Los sobrevivientes están en Estados Unidos, peleando por su caso de asilo.

Emmanuel Ngu

Durante más de diez días, Maxcellus, camerunés de 27 años, no pudo cambiarse de ropa. Sobre su cuerpo, la misma camiseta sudada con la que casi se ahoga en el Pacífico. Los mismos pantalones con los que se dejó caer, empapado, en una playa desierta conocida como Ignacio Allende, en Puerto Arista, municipio de Tonalá, Chiapas. Las mismas zapatillas que calzaba en la madrugada en la que vio morir a cuatro de sus compañeros. Las mismas mudas que vestía cuando soldados mexicanos le recogieron y lo trasladaron a un hospital.

El 11 de octubre de 2019, Maxcellus y otros siete migrantes cameruneses sobrevivieron a un naufragio. Eran siete hombres y una mujer embarazada que perdió a su bebé.

Estos son los nombres de los sobrevivientes, según los escribieron las autoridades mexicanas:

Dee Clinton Ngang.

Tohnyi Constant Djuawoh.

Agbor Aaron Agbor.

Goden Mban Gatibo Werewai John.

Etiondem Gabriel Ajawoh Justine.

Aghot Arron Agbot.

Nchongayi Elvis Fomeken.

Echengungap M Asong.

Al menos otros trescompañeros murieron ahogados.

Emmanuel Ngu Cheo.

Romanus Atem Ebesor.

Michael Atembe.

La Organización Internacional para las Migraciones (OIM) registra que hubo cuatro muertos. Maxcellus y Derrick, dos de los sobrevivientes, sostienen que en el barco fallecieron dos personas que se llamaban Emmanuel. Además, Derrick aseguró que existe una quinta víctima, un ciudadano cubano, pero no le pone nombre. Las autoridades mexicanas únicamente identificaron a tres, cuyos restos fueron confirmados en funerarias de Chiapas y Oaxaca. (No revelamos los nombres completos de Maxcellus y de Derrick para protegerlos).

En esta ocasión no fue el Mediterráneo, la fosa común de camino a Europa, sino el Pacífico, una ruta apenas conocida pero también empleada por migrantes que tratan de alcanzar Estados Unidos. Las imágenes de migrantes africanos flotando en el agua, inertes, son tristemente habituales en costas de Libia, Marruecos o el sur de España. Ahora fue el mar de México el que devolvió los cuerpos.

“El bote estaba lleno de agua, la gente estaba gritando y, al final, naufragamos. Pensé que no íbamos a sobrevivir. Que nadie iba a sobrevivir. Pensé que todos íbamos a morir”, dijo Maxcellus a este reportero de Animal Político, socio de a alianza periodística transfronteriza que investigó Migrantes de Otro Mundo*.

“Tengo que dar gracias a Dios, que salvó nuestras vidas. No puedo imaginar como salí vivo de ahí. Luché, luché y luché mientras las olas nos empujaban de vuelta, pero conseguí llegar a la costa”, me contó Derrick cuando lo entrevisté por videollamada a principios de mayo de 2020. Estaba en casa de unos familiares y apenas llevaba una semana en libertad tras pasar varios meses encerrado en el centro de detención de Houston, Texas.

En algún momento entre las 3 y las 5 de la madrugada del 11 de octubre de 2019 una lancha que transportaba migrantes cameruneses por la costa del Pacífico perdió el control y naufragó. Del puñado de hombres y la mujer que cayeron, solo unos pocos sabían nadar. Quedaron a merced de la corriente frente a la costa de Chiapas.

Esta es la historia de aquel naufragio, que se llevó la vida de al menos tres personas. Todos ellos estaban desesperados. Llevaban varios meses acampando frente de la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula, Chiapas, y querían llegar a Estados Unidos. Pagaron 320 dólares a un coyote para tratar de sortear los retenes policiales a través del mar. Se quedaron en el camino.

Los ocho sobrevivientes sí lograron su objetivo. Cuatro de ellos son libres en territorio estadounidense y esperan litigar su caso de asilo con un juez. La otra mitad sigue encerrada en centros de detención, hoy focos de contagio de COVID-19.

‘No tenía opciones’

Maxcellus era soldador en Kumba, sureste de Camerún. Allí reside una minoría anglófona enfrentada contra el resto del estado, que habla francés. Desde 2016, ambas comunidades están en guerra, ya que una parte de la población quiere la secesión de su territorio. Los separatistas del sur conocen el territorio como Ambazonia. A esta confrontación se le ha bautizado como “el conflicto de las lenguas coloniales”. En Camerún se hablan más de 200 idiomas, pero los que definen los territorios enemistados son el francés y el inglés, las lenguas que usaron los imperios que los colonizaron.

Desde el inicio de la guerra miles de personas han muerto y otras muchas escaparon, más de 600 mil según datos de las Naciones Unidas. De ellas, un pequeño grupo logró cruzarse medio mundo para tratar de llegar a Estados Unidos vía América Latina. En 2019, Camerún fue la nación que más personas aportó a esta ruta peligrosa. Todos querían solicitar asilo en Estados Unidos o Canadá porque huyen para salvarse de la violencia. Traen historias terribles de aldeas arrasadas y familiares masacrados.

“Decidí marcharme por los problemas en nuestro país. Los militares estaban en mi contra. Yo era un joven activista y fui detenido en octubre. Mi familia me ayudó a salir del lugar”, dice Maxcellus, un tipo fornido que a pesar de las penurias que lleva sufriendo durante meses, todavía mantiene la musculatura.

A Maxcellus lo conocí el 27 de noviembre, justo cuando acaba de llegar a Tijuana, Baja California, junto con su amigo Evis, otro de los sobrevivientes. Los dos se hospedaban en un hotelucho del centro de la ciudad, un antro por el que pagaban 800 pesos la noche. En el interior había migrantes de India, la República Democrática del Congo, y otros de Camerún. Todos estaban de paso. Todos querían largarse de Tijuana lo antes posible.

En 2018, Tijuana fue declarada como “la ciudad más violenta del mundo” según el estudio elaborado por el Consejo Ciudadano para la Seguridad Pública y la Justicia Penal AC. Aquel año se registraron 2 mil 640 asesinatos, con una tasa de 138 muertes violentas por cada 100 mil habitantes. Tres días antes de nuestro encuentro, Maxcellus y Evis tomaronun autobús en Tuxtla-Gutiérrez, Chiapas, y recorrieron casi 4 mil kilómetros atravesando México de sur a norte. Es el camino más largo para llegar a la frontera con Estados Unidos, pero también el más seguro. La otra ruta, la del Golfo, atraviesa los estados de Veracruz y Tamaulipas, donde es más frecuente el secuestro de migrantes.

Después de un trayecto de meses jugándose la vida, hacer cuatro mil kilómetros en autobús fue sencillo para estos dos sobrevivientes.

“No tenía opción”, dice Maxcellus al hablar sobre su huida.

Nos encontramos en un restaurante junto al Enclave Caracol, un centro social en el que participan activistas de toda la zona. Ahí, por ejemplo, dan sus talleres los abogados de Al Otro Lado, una organización que aconseja legalmente a los cientos de personas que caen en Tijuana con el objetivo de pedir asilo en Estados Unidos.

Los dos recién llegados están preocupados sobre su futuro inmediato, pero lo más urgente ahora es comer. Dicen que gastaron sus últimos pesos en los billetes de autobús y están hambrientos. Cada uno se dejó más de 5 mil dólares en llegar hasta aquí y dependen de los apoyos que les envían sus familiares.

Cuenta Maxcellus que él es el mayor de seis hermanos. Le siguen cuatro mujeres y un varón. Explica que la detención de octubre de 2018 no calmó a los militares, que siguieron hostigándolo. Su familia vendió unas tierras para que él pudiese escapar, por lo que marchó a Nigeria. “Ahí huyen muchos cameruneses, pero las autoridades les detienen y les devuelven a Camerún”, afirma.

Persguido por los soldados y con miedo a ser asesinado, dice que no tenía otra elección que escapar lejos. Decidieron que la mejor opción era buscar refugio en Estados Unidos, y para eso la vía sería a través de Quito, Ecuador, donde los cameruneses como él no necesitaban visado hasta el 12 de agosto de 2019.

Esta idea se repite mucho. “No tenía opción”. La alternativa era morir a manos del ejército. O quizás de un grupo armado separatista. O jugársela en la peligrosísima ruta hacia Europa. Cuando uno huye no tiene demasiado tiempo para valorar opciones. La suya fue largarse a Nigeria y, de ahí, a Ecuador. Era lo más sencillo. La única opción, en definitiva.

Darien Colombia
Selva del Darién donde migrantes pasan clandestinamente de Colombia a Panamá. Fotografía: Eduardo Contreras / SEMANA

Colombia, Panamá, “la jungla”

“No se puede explicar. Es terrible. Cuando estaba dentro pensé que por qué no habría muerto en mi país, con mi familia. Ves cuerpos en todos sitios. Niños, mujeres embarazadas, hombres”, dice, al recordar el viaje a través de la selva del Darién, en Colombia. Otra idea recurrente: si lo sé, ni lo intento.

Allí en el Darién fue asaltado y le robaron algo de dinero y un celular, cuenta Maxcellus. Asegura que al que se resiste lo matan ahí mismo. En cierta medida, se sentía afortunado. Había sobrevivido. Dice que en este tránsito conoció a algunos de los que luego le acompañarían en el naufragio. No habla mucho de ellos. Pareciera que el trato es que cada uno se limite a relatar su historia, como si no tuviese derecho a ejercer de vocero de nadie. Él es Maxcellus, el soldador con cuatro hermanas y un hermano, el sobreviviente.

“Migración de Panamá nos llevó a Costa Rica. De ahí a Nicaragua, donde nos dieron un pase a Honduras. De ahí nos enviaron a Guatemala. Cruzamos el río y llegamos a Tapachula”, explica.

El 1 de julio de 2019 entró Maxcellus en México a través del río Suchiate. Son apenas unos metros que se atraviesan en cámara, una especie de barca fabricada con grandes donuts de plástico y que son dirigidas por un tipo con un palo de madera. Unas góndolas precarias que cada día van y vienen entre México y Guatemala acarreando productos sin impuestos y trabajadores sin papeles.

Al llegar a tierra mexicana, cuenta que fue detenido por agentes del Instituto Nacional de Migración (INM) y trasladado a la estación migratoria Siglo XXI, en Tapachula, Chiapas.

Su destino era Tapachula, como lo fue para más de siete mil migrantes africanos que fueron registrados y encerrados por el INM en 2019. Fuentes de esta institución que hablaron a condición de anonimato aseguraron que existen redes internacionales que utilizan esta localidad como base de operaciones. Según ellos, allí existe una red de hoteles y abogados que aprovechan un vacío legal para permitir que los migrantes sigan su camino.

Esta teoría fue ratificada por Tonatiuh Guillén, excomisionado del INM.

“Entré en el campo en julio. Salí el 12 de julio. Nos dieron un documento, pero no era bueno”, explica Maxcellus

Las fechas son clave. Marcan la diferencia entre la vida y la muerte.

Si Maxcellus hubiese sido liberado cuatro días antes no hubiese sido víctima de un naufragio.

Si Emmanuel o cualquiera de las personas que murieron ahogadas en Tonalá hubiesen abandonado Siglo XXI antes del 10 de julio ahora no estarían muertos.

El 10 de julio fue la fecha en la que el Ana Laura Martínez de Lara, entonces directora de Verificación y Control Migratorio del INM, cumpliendo directrices del gobierno, remitió una circular a todos los centros de detención que cambió las reglas del juego.

Antes, los extracontinentales que llegaban eran liberados con un papel que les obligaba a regularizar su situación o abandonar el país en los próximos 20 días. Se trata de países que no tienen representación diplomática en México. Además, deportarlos saldría muy caro. Así que el estado mexicano los calificaba como “apátridas” y hacía la vista gorda cuando los migrantes utilizaban este documento como “salvoconducto” para alcanzar la frontera norte.

El oficio de salida nunca fue un documento de viaje, pero se utilizó como tal.

Todo fue distinto a partir del 10 de julio. El INM modificó la aplicación de la norma y dio dos alternativas: regularizarse o abandonar el país por donde habían venido, la frontera sur, de regreso a Guatemala.

Martínez, quien ya no trabaja en INM, insistió que no era un cambio, que estaba en consonancia con leyes anteriores, y que se trataba de promover la migración regulada. También dijo que no había habido presiones.

En la práctica si cambiaron las cosas, pero nadie informó a Maxcellus. Tuvo que enterarse por la fuerza de los hechos. Nada más salir de Siglo XXI, tras once días de encierro tomó un autobús hacia Tijuana. Atravesó el primer retén de Tapachula y el siguiente en Huixtla, ubicado a 40 kilómetros. En el tercero, situado entre Arriaga, Chiapas, y San Pedro Tapanatepec, Oaxaca, fue interceptado. Había recorrido menos de 290 kilómetros y apenas ponía un pie en el segundo estado mexicano que tenía que atravesar.

“Nos dijeron que teníamos que regresar. Que el documento solo nos permitía estar en Tapachula”, explica.

Ahí estaban las consecuencias del acuerdo firmado un mes antes entre Estados Unidos y México, por el que Andrés Manuel López Obrador se comprometía a reducir el flujo hacia el norte a cambio de que Donald Trump no impusiese aranceles a sus exportaciones.

Según ese pacto, miles de agentes de la Guardia Nacional fueron desplegados en el sur para impedir que familias pobres o víctimas de la violencia alcanzasen la frontera con Estados Unidos.

Además, solicitantes de asilo fueron devueltos al norte de México, a violentas ciudades como Tijuana o Nuevo Laredo, para esperar allí su caso. Esto solo afectó a los que hablaban español, por lo que Maxcellus, si lograba cruzar la línea, permanecerían en Estados Unidos hasta que un juez decidiera si se quedaba como refugiado o lo devolvían al lugar del que huyó.

El punto más cercano de la frontera quedaba a más de 2 mil kilómetros desde Tapachula, donde se encontraba atrapado. Hasta ese momento, diferentes países por los que habían atravesado les daban documentos para seguir adelante, como en Costa Rica o Panamá, o miraban hacia otro lado. En México estaba previsto que así fuera. Pero no contaban con la presión de Estados Unidos.

Maxcellus forma parte de la avanzada de los varados. Los primeros a los que el documento del INM no sirvió para llegar a Estados Unidos. También los primeros en caer en la tela de araña de las instituciones mexicanas. Desde el día en el que le dijeron en un retén que no podría continuar su camino al norte inició una peregrinación de oficina en oficina sin que nadie le diera soluciones.

“El día siguiente de que nos regresaron de vuelta fuimos a Las Vegas (otras dependencias del INM en Tapachula). Nos dijeron que fuésemos el 20 de julio para recibir nuestro documento. Esa noche dormimos ahí fuera. Pero no sirvió de nada. Estuvimos meses sin información”, se queja.

Ahí están los orígenes del campamento que la comunidad africana levantó ante la estación migratoria Siglo XXI. Sin trabajo, sin dinero y sin posibilidad de moverse, cientos montaron sus tiendas de campaña delante del centro de detención.

Desde ese momento se organizó una penosa rutina entre el campo de refugiados improvisado y Las Vegas. Durante semanas, los migrantes iban de un lado a otro esperando que alguien les diese la buena nueva y un documento con el que poder viajar. Pero era imposible. Un día les decían que su nombre estaba mal escrito y que había que empezar de nuevo el proceso. Otro, que sus documentos se habían perdido. Un tercero, que no había nada para ellos, que regresasen al día siguiente.

Como en una de “Las doce pruebas de Astérix”, los migrantes debían enfrentar a una burocracia pensada para agotarles y que ni siquiera entendían ya que no hablaban el idioma.

Mientras tanto, el dinero se agotaba.

“No teníamos comida, no teníamos nada, no nos dieron nada. Nos dijeron que éramos apátridas. Que teníamos que ir al primer puesto de migración. Íbamos y, de ahí, nos enviaban otra vez a Las Vegas. Jugaban con nosotros”, dice, alterado.

Atrapados en Tapachula, los migrantes comenzaron a dilapidar los pocos recursos que les quedaban. Habían pagado boletos de avión, billetes de autobús, taxis, hoteles, coyotes para atravesar la selva. Habían pagado a funcionarios, y la comida de todos los días, y habían sido asaltados.

Se estaban quedando sin nada.

El INM no los regularizaba. Regresar a Guatemala era impensable. Y no querían pedir asilo en México ya que temían que, si solicitaban protección ante la Comisión Mexicana de Ayuda al Refugiado (Comar), los jueces de Estados Unidos rechazarían su caso al cruzar la frontera y todo su esfuerzo habría sido en vano.

“Busqué trabajo en Tapachula. Pero me decían que no podían contratarme, que no sabía el idioma. Terminé vendiendo huevos duros en la calle”, explica Maxcellus.

“No teníamos opción”, repite.

Campamento Tapachula
Protesta de migrantes de Camerún, Angola y República Democrática del Congo, en las instalaciones de la Estación Migratoria Siglo XXI del INM en Tapachula, Chiapas. Fotografía: Alberto Pradilla / Animal Político

Tapachula como callejón sin salida

En mitad del caos del campamento, en las idas y venidas, entre los grupos que se organizaban para protestar contra las autoridades, había migrantes que, simplemente, desaparecían. El coyotaje siempre ha tenido una fuerte implantación en Chiapas y Tapachula es punto clave.

Hasta el momento, cameruneses, congoleños o angoleños no necesitaban de los servicios de los polleros, que es como se conoce a los guías que te conducen hasta el norte. Podían atravesar el país legalmente con su oficio de salida. Con el cambio de normas decretado por el gobierno mexicano se abrió un nuevo mercado.

La alternativa llegó a Maxcellus a través de un congoleño, que le habló de un tipo que podría ayudarles. Así funcionan los coyotes en un campamento de gente desesperada. No necesitan grandes anuncios. Basta con que alguien escuche que existe una mínima oportunidad, para que todos se lancen a intentarlo. No había nada que perder.

Alguien les prometió llevarlos hasta Ciudad de México sin explicarles cómo. Ese “alguien” es mencionado por Maxcellus como “el agente”, sin dar más detalles. Ana Lorena Delgadillo, abogada de la Fundación para la Justicia, que acompaña a la familia de Emmanuel Ngu Chao, víctima del naufragio en Chiapas, en su proceso judicial abierto en México, asegura que uno de los testimonios recabados asegura que había policías involucrados en la red que los captó para navegar hacia el norte. Existen investigaciones abiertas en las fiscalías de Oaxaca y Chiapas, pero ni siquiera las familias de las víctimas han accedido a la carpeta de investigación.

Así que, por ahora, solo sabemos que “el agente” es el tipo que prometió a un puñado de migrantes cameruneses desesperados que los llevaría a Ciudad de México.

La cita fue el jueves, 10 de octubre.

Cuenta Maxcellus que estuvo a punto de no llegar al encuentro, pero que finalmente consiguió convencer a “el agente” de que le enviara un coche a Siglo XXI para trasladarlo posteriormente a la costa. Lo recogieron a las 19 horas y lo trasladaron a una casa.

Él pensaba que el viaje era en coche hasta la capital, así que se sorprendió cuando le entregaron la bolsa negra con la que cubrir sus pertenencias.

Se desplazaron hasta un pequeño río, donde había dos lanchas.

La primera logró su objetivo y navegó sin incidentes. Sus integrantes alcanzaron un lugar que no conocen y fueron alojados en un domicilio lleno de armas. Se asustaron, pero ya no tenían escapatoria. Al día siguiente los condujeron en autos hasta la Ciudad de México.

En la segunda se produjo una tragedia.

Un puñado de hombres y una mujer apelotonados en una lancha en la que apenas cabían. Es de noche, no se ve nada. Hay mucha confusión y el coyote encargado de navegar el bote no parece que sepa qué es lo que está haciendo.

Dice Maxcellus que no tiene idea del lugar desde dónde zarparon ni cuánto tiempo transcurrió hasta que el agua empezó a entrar. Todos sabían que algo no iba bien y comenzaron a gritar.

En medio del caos, apenas recuerda su lucha por cada bocanada de aire. Y las piernas y los brazos que se aferraban al bote, ya dado la vuelta, o a su propio cuerpo. “La gente empujaba, gritaba. Yo luché, pero estaba cansado”, recuerda.

De repente, en medio del chapoteo en la penumbra, dice Maxcellus que vio a dos hombres en la costa. Era un pescador con su hijo.

“Le grité amigo, porque sé qué significa amigo en español”, dice.

No encontró una mano amiga. Lo que hizo el tipo fue registrar las bolsas con las pertenencias que estaban siendo devueltas por el mar y robarse algunas de ellas. Otras, quedarán regadas en la playa como testimonio del naufragio.

“Estábamos confundidos. Logramos salir. Miré a mi alrededor y vi un cuerpo. Era el de Atabong. Nos movimos dentro de la jungla, llorando, sin saber qué hacer. Hasta que vimos un camión militar”, dice.

Estaban vivos.

Explica Maxcellus que todos fueron trasladados a un hospital en Tonalá, Chiapas. De ahí, a la Fiscalía General del Estados (FGE) para tomarles declaración. Por último, a una estación migratoria de Tuxtla Gutiérrez, la capital del estado.

El lugar donde los encerraron no era el más ideal para un sobreviviente de un naufragio, ya que carecía de las condiciones básicas para alojar a seres humanos.

En realidad, carece de las condiciones más básicas para alojar a seres humanos.

Se trata de un local conocido como “La Mosca” o “El Cucupape 2”. Hasta 2013 fue una planta que servía para producir moscas estériles que se utilizaban en agricultura. Como era propiedad del Instituto Nacional de Avalúos y Bienes Nacionales (Indaabin), se reconvirtió en centro de detención de extranjeros en junio, poco después de que México y Estados Unidos firmaran el acuerdo por el que el gobierno de Andrés Manuel López Obrador se comprometió a reducir el flujo migrante. Antes había sido utilizado por la Policía Federal y la Guardia Nacional, que se quejaron por sus deficientes condiciones.

No era apto para acuartelar policías, pero sí para encerrar a migrantes sobrevivientes de naufragios.

En México las estaciones migratorias son centros de detención para extranjeros que son atrapados en condición irregular. La mayoría de los que entra no sale si no es deportado. Migrar no es delito, pero a tipos como Maxcellus, los encierran en cárceles como si hubiesen robado o asaltado a alguien.

Al día siguiente del naufragio, el campamento de Tapachula explotó. Hartos de sentirse marionetas en manos de unas instituciones a las que no comprendían, cientos de migrantes trataron de avanzar caminando y romper el cerco al que estaban sometidos. Marcharon durante más de doce horas bajo unas condiciones climáticas extremas. Primero, un calor asfixiante. Después, lluvias torrenciales. Para cuando la cabecera fue interceptada en Tuzantán, 41 kilómetros al norte de Tapachula, estaban completamente agotados.

Aquella caravana trató de abrir el camino hacia Estados Unidos el día en el que se cumplía un año desde que 300 hondureños se reunieron en la estación de autobuses de San Pedro Sula y echaron a rodar la bola de nieve que tomaría forma de multitudinaria caravana en octubre y noviembre de 2018. Al contrario que el éxodo centroamericano, que logró llegar a Tijuana tras mes y medio- de marcha, los africanos chocaron con un muro en forma de agentes de la Guardia Nacional y no terminaron su primera etapa.

Los ocho sobrevivientes comenzaron a tener noticias de aquel intento a partir de los compatriotas a los que también encerraron en La Mosca 2.

No recuperarían la libertad hasta casi un mes después del accidente. Como eran víctimas de delito, los regularizaron con una tarjeta de residente por motivos humanitarios, aunque Migración también les ofreció el denominado “retorno asistido”. Es decir, regresar al lugar del que escaparon casi un año atrás, traumatizados por el accidente y con mucho menos dinero en sus bolsillos.

A las pocas semanas de abandonar la estación migratoria el grupo se dividió. Maxcellus y Evis optaron por Tijuana, que tiene frontera con California. El resto se desplazó a Nuevo Laredo y Reynosa, en Tamaulipas, al otro lado de Texas. Entre Tijuana y Nuevo Laredo hay más de 2 mil kilómetros y los estados de Sonora, Chihuahua y Coahuila, territorios desérticos y fronterizos en los que el crimen organizado se ha hecho fuerte.

En Tijuana, como en todo el resto de la frontera, las opciones son limitadas para los solicitantes de asilo. O bien te anotas en una lista y sigues tu proceso de forma legal o bien saltas la valla y pides refugio sabiendo que inicias tu lucha por la protección con el hándicap de haber desobedecido las normas estadounidenses.

Cada mañana, decenas de personas se concentran en el paso de El Chaparral, el acceso a pie a Estados Unidos. Allí, diariamente, las autoridades estadounidenses permiten el paso de diez números. Cada número es una familia. Al otro lado tendrán su primera entrevista en la que se determina si su amenaza es creíble. Si no estás cuando te nombran corre tu turno y tienes que esperar a que llamen a los rezagados. Para seguir el avance de la lista hay una página web. La lista es gestionada por los propios solicitantes de asilo.

La espera ante El Chaparral es un muestrario de los horrores en el mundo. Hay hondureños, salvadoreños o guatemaltecos a los que las pandillas amenazan de muerte, mexicanos que escaparon cuando algún cartel puso precio a su cabeza, cameruneses que se recorrieron medio mundo para llegar precisamente a ese lugar. Habitualmente, los solicitantes de asilo esperan dos o tres meses hasta que escuchan su nombre y les abren la puerta de Estados Unidos. Pero hay sospechas de que si uno paga puede acelerar el proceso.

El primer día en el que pisaron Tijuana, Maxcellus y Evis no tenían ni idea de nada de esto.

Diez días después su teléfono dejó de funcionar.

Algo hicieron para avanzar tan rápido.

No sería hasta abril que un camerunés recién liberado del centro de detención de Otay Mesa, en California, confirmó que ahí se encontraba Maxcellus, el sobreviviente del naufragio. La Oficina de Aduanas y Protección Fronteriza (CBP, por sus siglas en inglés), no respondió a las solicitudes de información. Hacia mediados de mayo supe que había salido.

***

Derrick, de 26 años, fue liberado el 27 de abril de 2020 en Houston, Texas. Atrás quedaban varios meses de detención desde que a principios de diciembre cruzó el puente internacional de Nuevo Laredo con destino a Estados Unidos.

Él también iba en el barco y ahora dice que no sabe cómo logró salir vivo del agua. Solo da gracias a Dios. Actualmente se encuentra acogido en casa de unos familiares y está pendiente de sus citas con el juez estadounidense que decidirá sobre su petición de asilo. Desde allí me habla por videoconferencia a principios de mayo de 2020.

Como el resto de sus compañeros, Derrick necesita protección. Huyó de su país cuando el ejército mató a su primo, estudiante como él de la universidad de Buea, en el sureste de Camerún. La de Derrick es una familia nómada buscando un lugar en el que sentirse a salvo. Su hermano está en Dubai. Su madre, en Canadá. Su padre es el único que se mantiene en Camerún. “Me fui por la inestabilidad política”, dice.

El relato del joven Derrick, estudiante de Ciencias Políticas y agricultor, coincide con el de sus compañeros. Persecución, una huida precipitada y recorrerse medio mundo para tratar de llegar a Estados Unidos. Atrapado en México, también se subió al maldito barco que naufragó en Chiapas.

Él asegura que no sabe quién lo organizaba, solo que era mexicano y que escapó, cuando los tripulantes suplicaban auxilio y se ahogaban. Tampoco conoce el nombre del lugar desde el que zarparon. Pero afirma que, cuando iba en el coche, vio que dejaban atrás el aeropuerto de Tapachula.

Sobre el trato proporcionado por las autoridades mexicanas le queda el recuerdo de la primera estación migratoria. “Estaba en muy malas condiciones”.

Si estar encerrado no entraba en sus planes, la libertad también lo pilló a contrapié. Recuerda Derrick que, de un día para otro, estaban en la calle. Eran principios de noviembre en Tuxtla-Gutiérrez, capital de Chiapas. Ninguno de los ochos cameruneses había estado jamás en este lugar ni tenía pensado quedarse, a pesar de los esfuerzos de las autoridades mexicanas porque no subieran al norte.

Estar atrapados en Tapachula les había costado la vida a sus compañeros. Ahora, de repente, el gobierno mexicano había cambiado de actitud y algunos integrantes del campamento recibían sus tarjetas de residente permanente y estaban ya de camino al norte.. Ellos solo necesitaban reunir el dinero suficiente para ponerse en marcha.

“En el naufragio perdimos todo. Documentos, papeles, dinero. Pero yo llevaba unos billetes en mi bolsillo, por lo que pudimos alquilar un cuarto mientras hablábamos con nuestras familias”, dice. Rentaron una habitación por cuatro mil pesos. Pero la semana siguiente se marcharon a otra en la que pagaban la mitad.

Las familias son un sustento básico para los que huyen. Abandonados en mitad de la nada, traumatizados y sin dinero, los ocho sobrevivientes se organizaron en aquel cuarto para lanzarse hacia el norte. Recibieron apoyo económico y se recuperaron del shock. No habían recorrido todo ese infierno para quedarse en Chiapas.

Fue en ese momento cuando se separan sus caminos.

Derrick explica que fue junto a otro de sus compañeros a Nuevo Laredo, Tamaulipas. Este es un municipio difícil, donde el crimen organizado tiene una gran presencia, fundamentalmente el Cartel del Noreste, una escisión de Los Zetas. Son habituales los secuestros de migrantes y los asaltos.

El sistema es el siguiente: el pollero o el migrante paga por el derecho a estar ahí, por pisar esa tierra. El cartel, por su parte, entrega una contraseña. Es una especie de salvoconducto. Si lo tienes, puedes continuar. Si no lo tienes, pueden secuestrarte u obligarte a pagar por un cruce dirigido por el cartel. Según información de la Fiscalía de Tamaulipas, desde 2016 se reportaron más de 30 desapariciones o secuestros de extranjeros en el estado. Pero son muchos más, solo que no se denuncian.

De este sistema te hablan ONG, voluntarios, abogados y migrantes. Pero todos piden anonimato. Nadie en Nuevo Laredo quiere exponerse hablando en abierto sobre un sistema que muestra hasta qué punto los grupos criminales imponen su ley en la zona.

Los africanos no suelen ser blanco del crimen. Mucho problema a la hora de cobrar rescate. Los cubanos son el objetivo preferente de las mafias. Los centroamericanos, el más habitual. Son secuestrados, extorsionados, esclavizados. Algunos jamás vuelven a hablar con sus familias y sus cuerpos no aparecen. En México hay más de 3 mil fosas comunes y más de 61 mil desaparecidos. Pero esto no suele afectar a cameruneses como Derrick. Ellos son prácticamente los únicos que se mueven con libertad en Nuevo Laredo.

Aunque siempre pueden asaltarlos. Su dinero sigue siendo el mismo que el de centroamericanos o cubanos. No habrá familia a la que extorsionar, pero los bolsillos se pueden revisar exactamente igual.

Lo comprobó Derrick cuando apenas llevaba una semana en la zona. “Salí a comprar y me asaltaron unos hombres con armas. Estaba aterrorizado”, explica.

El susto le hizo ponerse en marcha. Un día después se lanzó al puente internacional. Dice que había un grupo y que, simplemente, se unió a ellos. Explica que escogió Nuevo Laredo porque es la vía más rápida. La inseguridad de sus calles lo hace destino hostil pero rápido. Hay familias que prefieren acudir a Matamoros (342 kilómetros al este), donde más de 2 mil personas duermen en un campamento en la orilla de Río Bravo desde hace meses; Reynosa (255 kilómetros al este), Piedras Negras (117 kilómetros al noroeste) o Ciudad Acuña (265 kilómetros al noroeste), el punto más transitado por migrantes procedentes de diversos países africanos.

Desde que el momento en el que cruzó a Estados Unidos, Derrick fue encerrado en una cárcel para extranjeros. Así funciona el sistema de asilo al otro lado del Río Bravo. Hombres y mujeres con miles de kilómetros a sus espaldas, que escaparon del horror y tuvieron un trayecto de infierno deben permanecer durante varios meses enclaustrados.

El gobierno cree que así desincentiva la llegada de centroamericanos, mexicanos, chinos, cubanos, bangladesíes, congoleños o cameruneses.

Derrick asumió su encierro sabiendo que era lo que le esperaba. Lo que no podía imaginar es que el mundo fuese a cambiar tanto mientras que él permanecía atrapado. Cuando lo internaron, el Covid-19 ni siquiera había sido detectado en China. En el momento en el que recuperó la libertad, el virus era una amenaza mundial y los centros de detención un foco de contagio.

Derrick estaba en un centro de detención de Houston cuando uno de los funcionarios enfermó de coronavirus. “La gente tenía mucho miedo”, explica.

Durante los primeros meses de 2020 la pandemia se extendió por los centros de detención de extranjeros. El presidente Donald Trump suspendió el sistema de petición de asilo y cerró la frontera a cal y canto, imponiendo un plan de deportación exprés que dinamitaba la legislación internacional.

México aceptó recibir a hondureños, guatemaltecos y salvadoreños y encargarse de su deportación. Sin embargo, había miles como Derrick, encerrados desde tiempo antes. Y veían cómo el virus los acorralaba en el interior de sus celdas. A principios de mayo, cuando el camerunés ya estaba en libertad, un hombre procedente de El Salvador que vivió en Estados Unidos durante 40 años y que fue encerrado poco antes del inicio de la pandemia fue la primera víctima de la Covid-19 en instalaciones del Servicio de Inmigración y Control de Aduanas (ICE por sus siglas en inglés).

Seis meses después del accidente, Derrick solo espera demostrar que regresar a Camerún sería una sentencia de muerte. “Quiero rehacer mi vida. Quizás poder visitar a mi madre”.

Su gran temor: que un juez determine que su caso no debe ser protegido y lo envíe de vuelta a su casa.

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Emmanuel Chao Ngu fue el único de los muertos de aquella tragedia a quien sus familiares pudieron despedir. El 30 de enero de 2020, el cuerpo del camerunés fue enviado en avión hasta Duala, la ciudad más grande Camerún. Allí, junto a su familia, se encontraba Christian Locka, reportero de The Museba Project, uno de los medios aliados en la investigación. Su familia lo enterró un día después en Bamenda, el lugar en el que había nacido 39 años atrás.

En medio de la tragedia, la familia de Emmanuel Chao Ngu, de profesión maestro, tuvo una oportunidad a la que no todos acceden: despedir a un ser querido que deja la vida en la peligrosa ruta hacia Estados Unidos.

“México es responsable de lo que le ocurrió a mi hermano”, dice por teléfono Cecilia Ngu, hermana de Emmanuel, la mujer que agarró un avión cuando supo de la tragedia y se recorrió el sur de México hasta que dio con el cuerpo. Si ella no hubiese hecho aquel viaje es posible que los restos de su hermano hubiesen sido incinerados. Antes de reconocer a su hermano en Ixtepec, Oaxaca, tuvo que ver otros dos cuerpos, los de Michael y Atabong. Estaban en la morgue de Tonalá, Chiapas, a 177 kilómetros del lugar en el que identificó a Emmanuel.

El cuerpo de Emmanuel apareció en la playa de Cachimbo, en Oaxaca. En un primer momento se le identificó en Chiapas, pero eso es porque ahí encontraron su documentación. Además, según dos de los sobrevivientes había otro Emmanuel en el barco que también falleció, aunque no se conocen más datos. Las autoridades mexicanas solo hablan de tres cuerpos y no se han hecho públicas las averiguaciones de la fiscalía. Es posible que ni siquiera hayan movido un dedo más allá de los interrogatorios al grupo de sobrevivientes que después de una semana seguían con la misma ropa con la que naufragaron.

Emmanuel estaba casado y tenía tres hijos. Su madre Helen trabajaba como enfermera en Minneápolis, Estados Unidos y dos de sus hermanas también vivían en el norte. Cecilia fue la encargada de gestionar el retorno de sus restos.

Como muchos cameruneses, Ngu escapaba de la guerra. Había sido detenido y torturado y otro amigo suyo fue asesinado.

Por eso escapó el maestro camerunés y por eso aterrizó en Quito a finales de julio. Por eso atravesó el Darién y por eso, también, llegó a Tapachula, el callejón sin salida para los africanos.

Durante todo el trayecto, Ngu llevó en su bolsillo una carta con datos personales que justificaban su solicitud de asilo. Nunca llegó a entregarla. Ese documento es el legado cruel que recuerda a un hombre que murió en su camino para pedir protección.

Ahora la carta forma parte de una causa abierta en México y acompañada por la Fundación por la Justicia y el Estado Democrático de Derecho. Pero no hay avances. Existen dos carpetas en las fiscalías de Oaxaca y Chiapas. Alegan las instituciones que se trata de una investigación por tráfico de personas y que, por esa razón, están bajo secreto.

En México, 99 de cada 100 delitos no recibe castigo, según un informe de la organización Cero Impunidad.

Ni siquiera la familia de Ngu ha tenido acceso a las averiguaciones sobre por qué murió su hermano y quién le convenció para montarse en aquel barco. La presencia de armas en uno de los apartamentos a los que fueron trasladados los integrantes de la primera lancha hace pensar que el crimen organizado estaba detrás de aquella ruta. Pero son solo sospechas.

Si habitualmente no se investiga, es poco probable que alguien se moleste en averiguar qué ocurrió con víctimas nacidas en lugares ubicados a miles de kilómetros y a cuyos familiares ni siquiera se molestaron en buscar.

Desde hace un tiempo, el paso de migrantes está en las manos de las mismas organizaciones que envían cocaína y metanfetamina a los Estados Unidos. O bien se encargan ellos mismos o bien cobran un impuesto al pollero. Eso lo repiten las fuentes que vigilan el paso.

“Este caso muestra el fracaso de las políticas migratorias. Sobre todo, de las políticas de asilo. Claramente era solicitante de asilo, habían matado a su amigo, había sido torturado. Pero México, por estar concentrado en la deportación masiva, no lo vio”, dice Lorena Delgadillo de la Fundación por la Justicia y el Estado Democrático de Derecho, que acompaña a la familia en su proceso judicial en México.

Emmanuel fue invisible para México antes de su muerte y siguió siéndolo después.

La única preocupación que las autoridades tuvieron fue que no llegase al norte. Y lo consiguieron.

A partir de ahí, ya no importaba. Había muerto y ya no podría llegar a Estados Unidos. Misión cumplida.

“Rechazaron ayudarnos para la repatriación. Todo esto es una violación a los derechos humanos”, dice Cecilia desde Mineápolis. Han transcurrido seis meses desde el naufragio y la hermana quiere comenzar a olvidar. Y las preguntas no le ayudan. Así que solo mantiene una breve conversación en la que culpa a México de la muerte de su hermano.

“Existen leyes internacionales. La gente tiene derecho a pedir asilo. Ellos no saben nada de lo que ocurre en Camerún”, asegura, enfadada.

No solo es que las políticas de México llevasen a Emmanuel a tomar aquella lancha que le costó la vida. También es el trato posterior, denuncia Cecilia. Por ejemplo, a la hora de la repatriación. Ni hubo indemnización por ser víctima de un delito ni apoyaron en la repatriación del cuerpo. Costó más de ocho mil dólares enviar el ataúd desde una funeraria de Ixtepec, en Oaxcaca, hasta Bamenda, en Camerún. Más de diez mil kilómetros en línea recta y cuatro meses de angustia para la familia de la víctima.

Como ya no iba a seguir hacia el norte, Emmanuel dejó de ser un problema para las autoridades mexicanas.

Las familias de los muertos en el naufragio quedaron desprotegidas.

Los restos de Maxcellus pudieron regresar a casa. Los de Atabong y Michael, por el contrario, fueron cremados y al día de hoy, permanecen en una funeraria en Tapachula, Chiapas. Ni siquiera muertos lograron escapar de la ciudad-cárcel.

Cuando Chiapas Paralelo, socio en esta investigación, preguntó a la Fiscalía General de Justicia del Estado por el paradero de los cuerpos, un vocero aseguró que los mantenían en el Servicio Médico Forense de Tonalá, Chiapas, hasta contactar con sus familiares. Al pedir más detalles, la respuesta fue que los restos fueron trasladados a la Funeraria Bravo, en Tapachula, bajo autorización de los allegados, “para su cremación y envío de cenizas a sus familiares”.

Pero en Camerún cremar a los muertos no es una costumbre habitual.

Manuel de Jesús Chacón Gálvez, encargado de la funeraria, explica que recibió los cuerpos cuando había pasado más de una semana desde el siniestro. Dice que habló con los familiares de Michael y de Atabong a través de otros allegados en Estados Unidos. Lo más cerca que llegó fue un primo de ellos, afirma “Las comunicaciones eran difíciles, por el idioma y el tiempo”, asegura. Todo se complicó.

En un primer momento, los familiares le enviaron 40 000 pesos (equivalentes unos US$2000), la mitad de los 80 000 que, según sus cálculos, costaría todo el proceso de embalsamar y repatriar.

Para la familia era importante recuperar los cuerpos y devolverlos a su tierra. La hermana de Atembe hizo una campaña de crowdfunding para enviar dinero a México y poder repatriar a su hermano muerto.

En un primer momento, el encargado de la funeraria creyó que podría devolver los cuerpos. Pero luego, afirma, vio que no hubieran resistido un viaje con varias escalas. Los cuerpos estaban dañados por la sal marina y el calor. Así que decidió cremarlos. “Pensé que, al menos, tendrían las cenizas”, asegura.

No sabía lo que eso significaba para las familias de esos migrantes al otro lado del mundo. Cuando se enteraron, protestaron enojadas, alegando que les habían estafado. El funebrero dice que sólo cobró los 40,000 por sus servicios y ha ofrecido enviarles las urnas. Pero no le han respondido.

Derrick, el sobreviviente, me cuenta la versión que se extendió entre la comunidad migrante en Estados Unidos: que ellos pagaron para repatriar el cuerpo y que les engañaron.

La familia de Emmanuel Ngu sí consiguió que les devolvieran su cuerpo. El viaje de Cecilia fue providencial. Logró llegar hasta la funeraria donde estaban los restos de su hermano y macharse con la garantía de que lo conservarían hasta que pudiesen trasladarlo a casa.

El 31 de enero de 2020, Ngu fue enterrado en Bamenda, la localidad de la que había huido casi un año atrás. Las cenizas de Michel Atembe y Romanus Atem Ebesor quedaron en urnas en Tapachula. No hay datos sobre ese cuarto cuerpo que los sobrevivientes identifican como Emmanuel.

A mediados de mayo, cinco de los ocho cameruneses que salieron vivos de aquella playa permanecen en Estados Unidos en libertad, a la espera de poder pelear su caso de asilo ante un juez. Los otros cuatro siguen encerrados. Es el último paso del penoso tránsito hacia la protección internacional.

Mientras, Camerún sigue en guerra y hay cientos de Emmanueles, Michaeles y Romanus que tratan de escapar.

Las reglas han cambiado para ellos. Ecuador ahora pide visado, en México les entregan tarjetas de residentes cuyo efecto a la hora de pedir asilo desconocemos y el Darién sigue ahí, tragándose a la gente.

Llegar hasta Canadá o Estados Unidos para pedir protección sigue siendo un tránsito inhumano en el que te puedes dejar la vida.

*Migrantes de Otro Mundo es una investigación conjunta transfronteriza realizada por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Occrp, Animal Político (México) y los medios regionales mexicanos Chiapas Paralelo y Voz Alterna de la Red Periodistas de a Pie; Univision Noticias (Estados Unidos), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo (Brasil); La Prensa (Panamá); Semana (Colombia); El Universo (Ecuador); Efecto Cocuyo (Venezuela); y Anfibia/Cosecha Roja (Argentina), Bellingcat (Reino Unido), The Confluence Media (India), Record Nepal (Nepal), The Museba Project (Camerún). Nos dieron apoyo especial para este proyecto: La Fundación Avina y la Seattle International Foundation.

Shipwreck in Chiapas

By Alberto Pradilla, with reporting by Angeles Mariscal and Christian Locka from Cameroon

At least three Cameroonians died in the October 11 shipwreck off the coast of Chiapas. Eight others survived. This is the worst accident yet involving African migrants in Mexico. Only one of the families managed to recover their remains. The survivors are in the United States, fighting for their asylum case.

Emmanuel Ngu

For more than ten days, Maxcellus, a 27-year-old Cameroonian, was unable to change his clothes. On his body, the same sweaty T-shirt in which he almost drowned in the Pacific. The same trousers with which he crawled, soaking wet, onto a deserted beach known as Ignacio Allende, in Puerto Arista, municipality of Tonalá, Chiapas. The same shoes he wore at dawn when he saw four of his companions die. The same clothes he was wearing when Mexican soldiers picked him up and transferred him to a hospital.

On October 11, 2019, Maxcellus and seven other Cameroonian migrants survived a shipwreck. They were seven men and a pregnant woman who lost her baby.

These are the names of the survivors, as written by the Mexican authorities:

Dee Clinton Ngang.

Tohnyi Constant Djuawoh.

Agbor Aaron Agbor.

Goden Mban Gatibo Werewai John.

Etiondem Gabriel Ajawoh Justine.

Aghot Arron Agbot.

Nchongayi Elvis Fomeken

Echengungap M Asong.

At least three others drowned:

Emmanuel Ngu Cheo.

Romanus Atem Ebesor.

Michael Atembe.

The International Organization for Migration (IOM) records four deaths. Maxcellus and Derrick, two of the survivors, claim that two people named Emmanuel died on the boat. In addition, Derrick said that there is a fifth victim, a Cuban citizen, but he did not provide a name. Mexican authorities only confirmed three, whose remains were identified in funeral homes in Chiapas and Oaxaca. (Maxcellus’ and Derrick’s full names will remain undisclosed for protection).

This time it was not the Mediterranean, that mass grave on the way to Europe. It was the Pacific, a lesser known route but often used by migrants trying to reach the United States. Images of African migrants floating in the water, inert, are sadly common on the coasts of Libya, Morocco or southern Spain. Now it was the sea of Mexico that returned the bodies.

“The boat was full of water, the people were screaming, and in the end we were shipwrecked. I thought we weren’t going to survive. That nobody was going to survive. I thought we were all going to die,” Maxcellus told me, a reporter for Animal Político, one of the members of the cross-border journalistic alliance that created Migrants from Another World* .

“I have to thank God, who saved our lives. I can’t imagine how I got out of there alive. I fought and fought and fought while the waves were pushing us back, but I made it to shore,” Derrick told me when I interviewed him by video call in early May 2020. He was at the home of some family members and had only been released a week earlier after spending several months in a detention center in Houston, Texas.

Sometime between 3am and 5am on October 11th 2019, a boat carrying Cameroonian migrants along the Pacific coast lost control and sank. Of the handful of men and women who fell, only a few knew how to swim. They were left at the mercy of the currents off the coast of Chiapas.

This is the story of that shipwreck, which took the lives of at least three people. They were all desperate. They had been camping out in front of the Siglo XXI migratory station in Tapachula, Chiapas, for several months and wanted to get to the United States. They paid $320 to a coyote to try to go around the police checkpoints by crossing through the sea. They didn’t make it.

The eight survivors, however, did reach their goal. Four of them are now free on U.S. soil and are waiting for their asylum cases to be litigated before a judge. The other half remain held in detention centers, now hotbeds of contagion for COVID-19.

I had No Choice

Maxcellus was a welder in Kumba, in southeast Cameroon. The English-speaking minority that resides there is at odds with the rest of the state, where people speak French. Since 2016, both communities have been at war, and a part of the population wants secede from the territory. The separatists of the south know the territory as Ambazonia. This confrontation has been called a “conflict of colonial languages”. More than 200 languages are spoken in Cameroon, but the ones that define enemy territories are French and English, the languages used by the empires that colonized them.

Since the beginning of the war, thousands of people have died and many others have escaped, more than 600,000 according to the United Nations. Of these, a small group has managed to cross half the world and reach the United States via Latin America. In 2019, Cameroon was the nation that contributed the most people to this dangerous route. Fleeing violence, they sought to apply for asylum in the United States or Canada. They brought terrible stories of razed villages and massacred families.

“I decided to leave because of the problems in our country. The military was against me. I was a young activist and was arrested in October. My family helped me get out of the place,” says Maxcellus, a burly man who, despite months of hardship, keeps a strong body.

I met Maxcellus on November 27, just as he had arrived in Tijuana, Baja California, along with his friend Evis, another survivor. The two of them were staying at a rundown hotel downtown, a dump for which they paid 800 pesos a night. Inside were migrants from India, the Democratic Republic of the Congo, and others from Cameroon. They were all passing through. Everyone wanted to get out of Tijuana as soon as possible.

In 2018, Tijuana was declared “the most violent city in the world”, according to a study by the Citizens’ Council for Public Security and Criminal Justice of Mexico. That year, 2,640 murders were recorded, with a rate of 138 violent deaths per 100,000 inhabitants. Three days before our meeting, Maxcellus and Evis took a bus in Tuxtla-Gutiérrez, Chiapas, and traveled almost 2,500 miles across Mexico from south to north. It is the longest way to the U.S. border, but also the safest. The other route, the Gulf, crosses the states of Veracruz and Tamaulipas, where the kidnapping of migrants is more frequent.

After months of risking their lives, travelling 2,500 miles by bus was easy for these two survivors.

“I had no choice,” Maxcellus says of their escape.

We met in a restaurant next to the Enclave Caracol, a social center where activists from all over the area interact. Among its activities are the workshops held by the lawyers of Al Otro Lado, an organization that provides legal advice to hundreds of people that end up in Tijuana trying to seek asylum in the United States.

The two newcomers are worried about their immediate future, but first comes food. They say they spent their last pesos on bus tickets and they are hungry. They each spent more than US$5,000 to get here and now depend on the support from their families.

Maxcellus says he is the oldest of six siblings. He is followed by four females and one male. He explains that an arrest in October 2018 did not discourage the military, which continued to harass him. His family sold some land so that he could escape, and he left for Nigeria. “Many Cameroonians flee there, but the authorities arrest them and send them back to Cameroon,” he says.

Persecuted by soldiers and afraid of being killed, he says he had no choice but to go far away. They decided the best option was to seek refuge in the United States, and the way there would be through Quito, Ecuador, where Cameroonians like him did not need a visa until Aug. 12, 2019.

This is a thought you often hear: “I had no choice.” The alternative was to die at the hands of the army, or perhaps of an armed separatist group, or to take a chance on the extremely dangerous route to Europe. When you’re on the run, you don’t have much time to evaluate your options. His was to go to Nigeria and from there to Ecuador. It was the easiest thing to do. The only option, in short.

Darien Colombia
Selva del Darién where migrants clandestinely pass from Colombia to Panama. Photography: Eduardo Contreras / SEMANA

Colombia, Panama, “The Jungle”

“It can’t be explained. It is terrible. When I was inside I thought I had better died in my country, with my family. You see bodies everywhere. Children, pregnant women, men,” he says, recalling the journey through the Darien jungle in Colombia. Another recurring thought: if I’d known, I wouldn’t have tried.

In the Darién he was mugged and he lost some money and a cell phone, says Maxcellus. He claims that anyone who resists is killed right there. In a way, he felt lucky. He had survived. He says that in this transit he met some of the people who would later be with him in the shipwreck. He doesn’t talk much about them. It seems as if there was a pact of keeping to your own story, as if he had no right to speak on behalf of anybody else. He is Maxcellus, the welder with four sisters and one brother, the survivor.

“Panamanian Migration officers took us to Costa Rica. From there we went to Nicaragua, where we were given a pass to Honduras. From there, they sent us to Guatemala. We crossed the river and arrived in Tapachula,” he explains.

On July 1, 2019, Maxcellus entered Mexico through the Suchiate River. It’s just a few meters that are crossed on a cámara, a kind of boat made of big plastic doughnuts and directed by a guy with a wooden stick. These are precarious gondolas that come and go between Mexico and Guatemala every day carrying products without taxes and workers without papers.

When he arrived on Mexican soil, he tells how he was detained by agents of the National Institute of Migration (INM) and transferred to the Siglo XXI migratory station in Tapachula, Chiapas.

Tapachula was his intended destination, as it was for more than 7,000 African migrants who were registered and detained by the INM in 2019. Sources from this institution who spoke on condition of anonymity said that there are international networks that use this town as a base of operations. According to them, there is a network of hotels and lawyers there who take advantage of a legal vacuum to allow migrants to continue their journey. This theory was confirmed by Tonatiuh Guillén, a former INM commissioner.

“I entered the camp in July. I left on July 12. They gave us a document, but it wasn’t good,” explains Maxcellus.

Dates are important; they make the difference between life and death.

If Maxcellus had been released four days earlier, he wouldn’t have been a victim of a shipwreck.

If Emmanuel or any of the people who drowned in Tonalá had left Siglo XXI before July 10, they would not be dead now.

July 10 was the date that Ana Laura Martinez de Lara, then INM’s Director of Immigration Verification and Control, on orders from the government, issued a memo to all detention centers changing the rules of the game.

Previously, non-continental arrivals were released with a document that forced them to regularize their situation or leave the country during the following 20 days. These are nations that have no diplomatic representation in Mexico, and deporting migrants there is expensive. So the Mexican state would label them “stateless” and turn a blind eye when migrants used this document as a safe-conduct to reach the northern border.

The exit permit was not a travel document, but it was used as such.

Everything was different from July 10. The INM modified the application of the rule and gave migrants two alternatives: to regularize their situation or to leave the country the same way they had come, that is, through the southern border with Guatemala.

Martinez, who no longer works for INM, insisted that this was not a major change, that it was in line with previous laws, and that it was a matter of promoting regulated migration. She also said that no one had pressured her to make this decision.

In practice, things did change, but no one informed Maxcellus. He had to find out by force. As soon as he left Siglo XXI, after eleven days of confinement, he took a bus to Tijuana. It passed through the first checkpoint in Tapachula and the next in Huixtla, located 30 miles away. At the third checkpoint, located between Arriaga, Chiapas, and San Pedro Tapanatepec, Oaxaca, he was stopped. He had traveled less than 200 miles and had barely set foot in the second Mexican state on his route.

“They told us we had to go back. That the document only allowed us to be in Tapachula,” he explains.

That was the consequence of the agreement signed a month earlier between the United States and Mexico, in which Andrés Manuel López Obrador promised to reduce the flow of migrants over the border in exchange for Donald Trump not imposing tariffs on his exports.

According to that pact, thousands of National Guard agents were deployed in the south to prevent poor families or victims of violence from reaching the border with the United States.

In addition, asylum seekers were sent back from the US to northern Mexico, to violent cities like Tijuana or Nuevo Laredo, to wait for their case there. This only applied to those who spoke Spanish, so of Maxcellus managed to cross over, he would remain in the United States until a judge decided whether he could stay as a refugee or be returned to where he came from.

The closest point to the border was more than 1,000 miles from Tapachula, where he was trapped. Until then, the countries they had crossed had given them documents to carry on, as in Costa Rica or Panama, or they had looked the other way. That was supposed to be the case in Mexico, but they didn’t take into account the pressure from the United States.

Maxcellus was among the first wave of migrants to get stranded, the first for whom the INM documents did not get them to the United States. They were also the first to fall into the spider’s web of Mexican institutions. From the day he was told at a checkpoint that he could not continue his journey north, he began a pilgrimage from office to office without anyone giving him solutions.

“The day after they returned us we went to Las Vegas (other INM facilities in Tapachula). They told us to go there on July 20 to receive our document. That night we slept out there. But it was no use. We went for months without information,” he complains.

That’s how the African community came to set up a camp in front of the Siglo XXI migrant station. With no work, no money and no possibility of moving, hundreds set up their tents in front of the detention center.

From that moment on, a grueling routine was organized between the makeshift refugee camp and Las Vegas. For weeks, the migrants went back and forth, waiting for someone to give them the good news and a document with which to travel. But it was impossible. One day they were told that their name was misspelled and that the process had to be started all over again. Another, that their documents had been lost. A third, that they had no reason to return the next day.

As in Asterix and the Twelve Tasks, migrants had to face a bureaucracy designed to wear them out and which they did not even understand, since they did not speak the language.

Meanwhile, the money was running out.

“We had no food, we had nothing, they gave us nothing. They told us we were stateless, that we had to go to the first immigration post. We did, and from there, they sent us back to Las Vegas. They were playing with us,” he says, seemingly upset.

Trapped in Tapachula, the migrants began to squander what few resources they had left. They had paid for plane tickets, bus tickets, taxis, hotels and coyotes to go through the jungle. They had paid officials, they had paid for daily food, and they had been robbed.

They were coming close to being left with nothing.

The INM didn’t regulate them. Returning to Guatemala was unthinkable, and they didn’t want to ask for asylum in Mexico because they feared that if they applied to the Mexican Refugee Aid Commission (Comar) for protection, U.S. judges would reject their case when they crossed the border and all their efforts would have been in vain.

“I looked for work in Tapachula. But they told me they couldn’t hire me, that I didn’t know the language. I ended up selling hard-boiled eggs on the street,” Maxcellus explains.

“We had no choice,” he repeats.

Campamento Tapachula
Protest of migrants from Cameroon, Angola and the Democratic Republic of the Congo, in the facilities of the INM Migration Station XXI in Tapachula, Chiapas. Photography: Alberto Pradilla / Animal Político

Tapachula as a Dead End

With the chaos in the camp, the riffraff and the organization of groups to protest against the authorities, some migrants simply disappeared. Coyotes have always had a strong presence in Chiapas, and Tapachula is one of their main bases.

Until then, Cameroonians, Congolese or Angolans didn’t require the services of polleros, which is the name of the guides who take you north: they could cross the country legally with their exit permits. But when the Mexican government decreed a change of rules, a new market opened.

The choice was presented to Maxcellus by a Congolese man, who told him about a guy who could help them. This is how coyotes work in a camp of desperate people. No need for big advertisement. All it takes is for someone to hear about a way out, as slim as it may be, and they all jump at it. There was nothing to lose.

Someone promised to get them to Mexico City without explaining how. Maxcellus refers to that “someone” as “the agent”, and gives no details. Ana Lorena Delgadillo, a lawyer with the Foundation for Justice, accompanies the family of Emmanuel Ngu Chao, a victim of the shipwreck in Chiapas, in their legal proceedings in Mexico. According to her, one of the testimonies collected claims that there were police involved in the network that captured the migrants to sail north. There are investigations open in the prosecutor’s offices of Oaxaca and Chiapas, but not even the families of the victims have had access to the investigation file.

So, for now, we only know that “the agent” is a guy who promised a handful of desperate Cameroonian migrants that he would bring them to Mexico City.

The date was Thursday, October 10.

Maxcellus says he almost didn’t make it to the meeting, but finally managed to convince “the agent” to send a car to Siglo XXI to take him to the coast. They picked him up at 7 p.m. and moved him to a house.

He thought the trip was by car to the capital, so he was surprised when they gave him a black plastic bag to cover his belongings.

They went to a small river, where there were two boats.

The first one sailed without incident and reached its goal. They came to a place they did not know and slept in a house full of weapons. They were frightened, but there was no longer a way out. The next day they were driven to Mexico City in cars.

In the second one, a tragedy occurred.

A handful of men and a woman are stuffed into a boat where they barely fit. It’s night time, you can’t see anything. There is a lot of confusion and the coyote in charge of sailing the boat does not seem to know what he is doing.

Maxcellus says he has no idea where they sailed from or how long it was before the water started to come in. Everybody knew something was wrong and started screaming.

In the midst of the chaos, he barely remembers how he struggled for every breath of air. Legs and arms clung to the boat, already capsized, or to his body. “People were pushing, screaming. I fought, but I was tired,” he remembers.

Suddenly, through the spray and the half-light, Maxcellus says he saw two men on the shore. It was a fisherman and his son.

“I shouted at him amigo, because I know what amigo means in Spanish,” he says.

But he didn’t find a friend. The guy just searched the bags with the belongings that were being returned by the sea and stole some of them. Others would wash up on the beach as a testimony to the shipwreck.

“We were confused. We managed to get out. I looked around and saw a body. It was Atabong’s. We moved into the jungle, crying, not knowing what to do. Until we saw an army truck,” he says.

They were alive.

Maxcellus explains that they were all taken to a hospital in Tonalá, Chiapas, and from there, to the State Attorney’s Office (FGE) to take their statements. Finally, they moved them to an immigration station in Tuxtla Gutiérrez, the state capital.

The place where they were detained was not the most welcoming for survivors of a shipwreck, as it lacked the most basic conditions for accommodating human beings.

It is a place known as “La Mosca” or “El Cucupape 2”. Until 2013 it had been a plant that produced sterile flies for use in agriculture. As it was owned by the Institute of Appraisals and National Assets (Indaabin), it was reconverted into a detention center for foreigners in June, shortly after Mexico and the United States signed the agreement by which the government of Andrés Manuel López Obrador pledged to reduce the flow of migrants. It had previously been used by the Federal Police and National Guard, who complained about its poor conditions.

It was deemed unsuitable for barricading police officers, but it was okay for locking up migrants who had survived shipwrecks.

In Mexico, migration stations are detention centers for foreigners who are caught in an irregular situation. Most of those who enter do not leave unless they are deported. Migration is not a crime, but guys like Maxcellus are detained in jails as if they had robbed or assaulted someone.

The day after the shipwreck, the Tapachula camp exploded. Tired of feeling like puppets in the hands of institutions they didn’t understand, hundreds of migrants tried to walk straight onwards and break through the area of enclosure. They marched for more than twelve hours under extreme weather conditions. First came a suffocating heat and after, torrential rains. By the time those ahead were intercepted in Tuzantán, 25 miles north of Tapachula, they were completely exhausted.

That caravan tried to make its way to the United States on the anniversary of the day when 300 Hondurans had gathered at the San Pedro Sula bus station and marched out together in a group that by October and November 2018 had snowballed into a massive horde. Unlike the Central American exodus, which managed to reach Tijuana after a month and a half of walking, the Africans hit a wall composed of National Guard officers and did not finish their first stage.

The eight survivors heard about the attempt from their compatriots who were also detained in La Mosca 2.

They would not regain their freedom until nearly a month after the accident. As they had been victims of a crime, they were provided with a resident’s card on humanitarian grounds, although Migration also offered them a so-called “assisted return”. This meant to return, now traumatized by the accident and with a lot less money in their pockets, to the place they had escaped from almost a year earlier.

A few weeks after leaving the migration station, the group split up. Maxcellus and Evis opted for Tijuana, which has a border with California. The rest went to Nuevo Laredo and Reynosa, in Tamaulipas, on the other side of Texas. Between Tijuana and Nuevo Laredo there are more than 1,300 miles across Sonora, Chihuahua and Coahuila, desert states on the border and in which organized crime has gained strength.

In Tijuana, as in all the rest of the border, the options are limited for asylum seekers. Either you sign up on a list and follow the process legally, or you jump the fence and ask for asylum, knowing that you begin your struggle for protection with the handicap of having disobeyed U.S. rules.

Every morning, dozens of people gather at the El Chaparral pass, where you can access the United States on foot. There, every day, the American authorities call out ten numbers for passing. Each number is a family. On the other side they will have their first interview in which the credibility of their threat is determined. If you are not there when they call out your number, you miss your turn and have to wait for the stragglers to be called. A website allows you to follow the progress of the list, which is managed by the asylum seekers themselves.

The wait at El Chaparral is a collection of the horrors of the world. There are Hondurans, Salvadorians and Guatemalans who have been threatened to death by gangs, there are Mexicans who have fled when cartels put prices on their heads, and there are Cameroonians who traveled halfway round the world to get to that very place. Usually, asylum seekers wait two or three months until they hear their name and the door to the United States is opened to them, but there are suspicions that if you pay, you can speed up the process.

On the first day they set foot in Tijuana, Maxcellus and Evis had no idea about any of this.

Ten days later their phone stopped working

They must have done something to get across so quickly.

It wasn’t until April that a Cameroonian recently released from the Otay Mesa detention center in California confirmed that Maxcellus, the shipwreck survivor, was there. Customs and Border Protection (CBP) did not respond to requests for information. Later in mid May, I learnt he had been released.

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Derrick, 26, was released on April 27, 2020, in Houston, Texas. He had been held for several months after he crossed the international bridge from Nuevo Laredo to the United States in early December.

He was also on the boat and now says he does not know how he managed to get out of the water alive. He just thanks God. He is currently being held with relatives and is awaiting an appointment with the American judge who will hear his request for asylum. We talked by video conference at the beginning of May 2020.

Like the rest of his colleagues, Derrick needs protection. He fled his country when the army killed his cousin, a student like himself at Buea University in southeastern Cameroon. Derrick’s is a nomadic family looking for a place to feel safe. His brother is in Dubai. His mother is in Canada. His father is the only one left in Cameroon. “I left because of political instability,” he says.

The story of young Derrick, a political science student and farmer, mirrors that of his peers. Persecution and then a hasty flight halfway round the world to try to reach the United States. Trapped in Mexico, he also got on the damned ship that sank in Chiapas.

He claims he doesn’t know who organized it, only that it was a Mexican man and that he escaped when the crew begged for help and later drowned. Nor does he know the name of the place from which they set sail. But he claims that when he was in the car, he saw they were driving away from Tapachula airport.

As for the treatment provided by the Mexican authorities, he remembers the first immigration station. “I was in very bad condition.”

Being detained was not part of his plans, but freedom also caught him by surprise. From one day to the next, Derrick remembers, they were on the streets. It was early November in Tuxtla-Gutiérrez, the capital of Chiapas. None of the eight Cameroonians had ever been to this place or planned to stay, despite the efforts of the Mexican authorities to keep them from going north.

Being trapped in Tapachula had cost his companions their lives. Now, suddenly, the Mexican government had changed its tune and some members of the camp were receiving their permanent resident cards and were on their way north. All they needed was to raise enough money to get going.

“In the shipwreck we lost everything. Documents, papers, money. But I had some bills in my pocket, so we were able to rent a room while we talked to our families,” he says. They rented a room for four thousand pesos. The following week, they moved to second room where they paid half.

Families are a basic lifeline for those who flee. Abandoned in the middle of nowhere, traumatized and penniless, the eight survivors gathered in that room and planned their trip north. They received some financial support and they recovered from the shock. They had not put themselves through that hell to stay in Chiapas.

At this point, their paths diverged.

Derrick explains that he went with another of his companions to Nuevo Laredo, Tamaulipas. This is a tough town, where organized crime has a large presence, fundamentally from the Cartel del Noreste, a division of Los Zetas. Kidnappings of migrants and assaults are common.

The system is as follows: the pollero or the migrant pay for the right to be there, for stepping on that land. The cartel then gives him a password. It is a kind of permit. If you have it, you can continue. If you don’t, you can be kidnapped or forced to pay for using a crossing run by the cartel. According to information from the Tamaulipas Prosecutor’s Office, since 2016 more than 30 disappearances or kidnappings of foreigners have been reported in the state. Many more, however, go unreported.

NGOs, volunteers, lawyers and migrants tell you about this system, but they all ask for anonymity. No one in Nuevo Laredo wants to expose themselves by talking openly about a system that shows the extent to which criminal groups impose their law in the area.

Africans are not usually targets of crime. They can be lot of trouble when it comes to collecting ransom. Cubans are the preferred target of the mafias, and Central Americans the most common. They may be kidnapped, extorted or enslaved. Some never speak to their families again and their bodies never turn up. In Mexico there are more than 3,000 mass graves and more than 61,000 missing persons. But this doesn’t usually affect Cameroonians like Derrick. They are practically the only ones who move freely in Nuevo Laredo.

However, they can be robbed just as easily. Their money is the same as that of Central Americans or Cubans. There might not be a family to extort, but their pockets can be picked just the same.

Derrick learned this when he’d only been in the area for a week. “I went out to shop and got mugged by men with guns. I was terrified,” he explains.

The scare got him going. A day later he went for the international bridge. He says there was a group and he simply joined them. He explains that he chose Nuevo Laredo because it is the fastest way. The insecurity of its streets makes it a hostile but fast destination. There are families who prefer to go to Matamoros (212 miles to the east), where more than 2,000 people have been sleeping in a camp on the banks of the Rio Bravo for months; Reynosa (158 miles to the east), Piedras Negras (73 miles to the northwest) or Ciudad Acuña (165 miles to the northwest), the route most travelled by migrants from various African countries.

From the moment he crossed into the United States, Derrick was detained in a prison for migrants. This is how the asylum system works on the other side of the Rio Bravo. Men and women with thousands of miles on their backs, after fleeing from horrors and undergoing hellish journeys, must remain locked up for several months.

The government believes that this discourages the arrival of Central Americans, Mexicans, Chinese, Cubans, Bangladeshis, Congolese or Cameroonians.

Derrick accepted his confinement knowing that it was part of the process. What he could not imagine was the world changing so drastically while he was behind closed doors. When he was admitted, Covid-19 had not even been detected in China. By the time he regained his freedom, the virus was a global threat and detention centers were a hotbed of infection.

Derrick was in a Houston detention center when one of the officers became ill with the coronavirus. “People were very afraid,” he explains.

During the first months of 2020 the pandemic spread through the detention centers. President Donald Trump suspended asylum claims and shut down the border, imposing an expedited deportation plan that undermined international law.

Mexico agreed to receive Hondurans, Guatemalans and Salvadorans and handle their deportation. However, there were thousands like Derrick, who had been detained for quite a while. They watched as the virus cornered them inside their cells. In early May, when the Cameroonian was already free, a man from El Salvador who had lived in the United States for 40 years and was held shortly before the start of the pandemic was the first victim of Covid-19 in the facilities of the Immigration and Customs Enforcement (ICE).

Six months after the accident, Derrick is still waiting for his chance to prove that returning to Cameroon would be a death sentence. “I want to rebuild my life. Maybe I can visit my mother.”

His greatest fear: that a judge will reject his case send him home.

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Emmanuel Chao Ngu was the only fatal victim of the tragedy whose relatives were able to say goodbye. On 30 January 2020, the body of the Cameroonian was flown to Douala, the largest city in that country. There, along with his family, was Christian Locka, a reporter with The Museba Project, one of the partners in this investigation. His family buried him a day later in Bamenda, the place where he was born 39 years ago.

In the midst of the tragedy, the family of Emmanuel Chao Ngu, a teacher by trade, had an opportunity that was not afforded to everybody: to say goodbye to a loved one who passed away on the dangerous road to the United States.

“Mexico is responsible for what happened to my brother,” Cecilia Ngu said on the phone. She is the sister of Emmanuel, the woman who caught a plane when she heard about the tragedy and traveled through southern Mexico until she found the body. If she hadn’t made that trip, her brother’s remains might have been cremated. Before recognizing her brother in Ixtepec, Oaxaca, she had to see two other bodies, those of Michael and Atabong. They were in the morgue in Tonalá, Chiapas, 110 miles from the place where he identified Emmanuel.

Emmanuel’s body was found on Cachimbo beach in Oaxaca. At first he was identified in Chiapas, because his documentation was found there. Also, according to two of the survivors, there was another Emmanuel on the boat who also died, although no other details of him are known. Mexican authorities have only discussed three bodies, and the prosecutor’s investigations have not been made public. It is possible that they have done nothing else apart from questioning the survivors, still wearing the same clothes they shipwrecked in after a week.

Emmanuel was married with three children. His mother Helen worked as a nurse in Minneapolis, USA and two of his sisters also lived in the north. Cecilia was in charge of handling the return of his remains.

Like many Cameroonians, Ngu was escaping from the war. He had been arrested and tortured and a friend of his had been killed.

That is why the Cameroonian teacher escaped and why he landed in Quito at the end of July. That’s why he crossed the Darien and that’s also why he arrived in Tapachula, where Africans met a dead end.

Throughout the journey, Ngu carried a letter in his pocket with personal details that backed his request for asylum. He never handed it in. That document is the cruel legacy of the plight of a man who died on his way to protection.

Now the letter is part of a case opened in Mexico and supervised by the Foundation for Justice and the Democratic Rule of Law. But there has been no progress. There are two files in the Oaxaca and Chiapas prosecutor’s offices, but the institutions claim that this being an investigation into human trafficking, its contents are secret.

In Mexico, 99 out of every 100 crimes go unpunished, according to a report by the organization Zero Impunity.

Not even Ngu’s family has had access to the findings regarding the death of their relative and the way they got him on that boat. The presence of weapons on one of the flats where the members of the first boat were taken suggests that organized crime was involved, but these are only suspicions.

When even local cases are not normally investigated, it is unlikely that anyone will bother to find out what happened to victims born thousands of miles away, whose families weren’t even informed.

For some time now, the movement of migrants has been in the hands of the same organizations that smuggle cocaine and methamphetamine into the United States. They either do it themselves or they charge a fee to the pollero. This is what is often said by the sources that monitor the passage.

“This case shows the failure of immigration policies. Above all, of the policies of asylum. He was clearly an asylum seeker, his friend had been killed, he had been tortured. But Mexico, because it was focused on mass deportation, did not see it,” says Lorena Delgadillo of the Foundation for Justice and the Democratic Rule of Law, which accompanies the family on their judicial process in Mexico.

Emmanuel was invisible to Mexico when he was alive, and continued to be so after he died.

The only concern of the authorities was that he did not make it to the north. And they succeeded.

From then on, it didn’t matter. He had died and could no longer reach the United States. Mission accomplished.

“They refused to help us with the repatriation. All this is a violation of human rights,” says Cecilia from Minneapolis. It has been six months since the shipwreck and the sister wants to start forgetting. My questions don’t help her, so we only have a brief conversation in which she blames Mexico for her brother’s death.

“There are international laws. People have the right to seek asylum. They don’t know anything about what’s going on in Cameroon,” she says, angrily.

It’s not just that Mexico’s policies led Emmanuel to take that boat that cost him his life. It’s also the aftermath, Cecilia complains. For example, when it comes to repatriation. There was neither compensation for being a victim of a crime, nor support for the repatriation of the body. It cost more than eight thousand dollars to send the coffin from a funeral home in Ixtepec, Oaxcaca, to Bamenda, in Cameroon. More than 6,000 miles in a straight line, and four months of anguish for the victim’s family.

Since he was not going north anymore, Emmanuel was no longer a problem for the Mexican authorities.

The families of those killed in the shipwreck were left unprotected.

Maxcellus’ remains made it back home. Those of Atabong and Michael, on the other hand, were cremated and to this day remain in a funeral home in Tapachula, Chiapas. Not even the dead managed to escape from the prison city.

When Chiapas Paralelo, a partner in this investigation, asked the Attorney General’s Office about the whereabouts of the bodies, a spokesperson said that they were being kept at the Medical Forensic Service in Tonalá, Chiapas, until their families were contacted. When asked for further details, the response was that the remains were taken to the Bravo Funeral Home in Tapachula, with the authorization of the relatives, “for cremation and dispatching of the ashes to their families”.

But in Cameroon, cremation of the dead is not a common practice.

Manuel de Jesús Chacón Gálvez, in charge of the funeral home, explains that he received the bodies more than a week after the incident. He says he spoke to Michael and Atabong’s relatives through other relatives in the United States. The closest he got was a cousin, he says. “Communications were difficult, because of the language and the weather,” he says. Things became complicated.

At first, the relatives sent him 40,000 pesos (equivalent to about US$2,000), half of the 80,000 he estimated it would cost to embalm and repatriate him.

It was important for the family to recover the bodies and return them to their land. Atembe’s sister conducted a crowdfunding campaign to send money to Mexico so that her dead brother could be repatriated.

At first, the funeral director thought he could return the bodies. But then, he says, he saw that they would not have made it through a trip with several stops. The bodies were damaged by the sea salt and the heat. So he decided to cremate them. “I thought at least they’d have the ashes,” he says.

I didn’t know what that meant for the families of those migrants on the other side of the world. When they found out, they protested angrily, claiming that they had been tricked. Chacón says he only charged them 40,000 for his services and that he offered to send them the urns. But they have not responded.

Derrick, the survivor, tells me the version that spread around the immigrant community in the United States: that they paid to repatriate the body and they were cheated.

Emmanuel Ngu’s family did get his body back. Cecilia’s trip was providential. She managed to get to the funeral home where her brother’s remains were, and she was guaranteed that they would keep him until they could move him home.

On January 31, 2020, Ngu was buried in Bamenda, the town from which he had fled almost a year earlier. The ashes of Michel Atembe and Romanus Atem Ebesor were placed in urns in Tapachula. There is no data on that fourth body which the survivors identify as Emmanuel.

As of mid-May, five of the eight Cameroonians who left that beach alive remain free in the United States, waiting to argue their asylum case before a judge. The other four are still detained. This is the last step in the painful transition to international protection.

Meanwhile, Cameroon is still at war and there are hundreds of Emmanueles, Michaeles and Romanus trying to escape.

The rules have changed for them. Ecuador is now asking for visas, Mexico is giving them resident’s cards whose effect on asylum applications is unknown, and the Darien is still there, swallowing people up.

Arriving in Canada or the United States to ask for protection is still an inhumane transit in which you can leave your life.

*Migrants from Another World is a collaborative, transnational journalistic investigation by the Latin American Center for Investigative Journalism (CLIP), Occrp , Animal Político(Mexico) and the Mexican regional media Chiapas Paralelo and Voz Alterna for En el camino , of the Periodistas de a Pie; Univisión digital (United States), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo (Brazil); La Prensa (Panama); Revista Semana (Colombia); El Universo (Ecuador); Efecto Cocuyo (Venezuela); and Anfibia/Cosecha Roja (Argentina) in Latin America. Other collaborators in the investigation were: The Confluence Media (India), Record Nepal (Nepal), The Museba ProjectCameroon) and Bellingcat (United Kingdom). This project received special support from the Avina Foundation and the Seattle International Foundation