Cada año miles de personas hacen una gran travesía desde Asia y África hasta América Latina, buscando a llegar a Norteamérica … estas son sus rutas más frecuentes
Cada año miles de personas expulsadas de Asia y África atraviesan América Latina buscando el norte como golondrinas desorientadas a causa de un clima alterado. A su paso, casi todos los gobiernos dificultan innecesariamente el recorrido ya penoso de estos seres humanos extraordinarios, poniéndolos en constante riesgo. Esta investigación colaborativa y transfronteriza cuenta la historia de su paso por nuestros países.
Conocí a Kamal la mañana del 16 de enero de este año en Necoclí, un pueblo de unos setenta mil habitantes, mar verde y arisco y pescadores pobres, al borde del Golfo de Urabá, en la esquina noroccidental de Colombia. Kamal venía huyendo de Daca, Bangladesh, después de que extremistas religiosos quemaran su tienda de té. En este país, los musulmanes sunitas son mayoría y, como el resto de la región, se ha visto afectado por los estragos del terrorismo global y de la guerra en su contra y por la demagogia sectaria de líderes de oriente y occidente, que termina en la práctica en ataques delincuentes contra casas, negocios y templos de minorías hindúes, budistas y cristianas.
Cada año, medio millón de bangladesíes se ven obligados a abandonar su país. A los exiliados por la violencia, como Kamal, se les suman los desplazados porque el cambio climático afecta especialmente a este país bajo y superpoblado: inundaciones y deslaves cada vez más frecuentes les deslíen la tierra bajo sus pies.
Como la mayoría de migrantes, muchos de ellos se refugian en los países vecinos, buscando rehacer sus vidas sin abandonar del todo sus regiones. No pocos, sin embargo, deciden irse a América. En Brasil, entre enero de 2017 y marzo de 2019, 1 608 bangladesíes presentaron sus solicitudes de refugio en Brasil..
Kamal también voló a Sao Paulo, pero no se quedó y conectó a Bolivia, para luego seguir por tierra al norte. En ese rumbo iba cuando conversamos con él en Necoclí. A lo largo de 2019, los bangladesíes estaban entre los africanos y asiáticos que más tomaron esta ruta a Estados Unidos o Canadá. Dejaron registro en Colombia, 703 nacionales de ese país y en México, fueron presentados ante autoridad migratoria 1 561.
Las fuerzas de la globalización que hoy nos trazan a todos la vida —economías transnacionales, milicias multinacionales, bombardeos ordenados a distancia, cambio climático, Internet— han abierto los grifos de la migración en todo el planeta. Hoy hay 50 millones de migrantes más que hace diez años y el porcentaje de gente que ha tenido que abandonar su lugar de origen ha ido en aumento.
Esta colaboración investigativa y transfronteriza, en la que participaron 18 medios periodísticos* en 14 países, descubre un capítulo intenso y poco conocido de la migración en nuestro mundo actual.
La hemos llamado Migrantes de otro mundo porque cuenta las historias de viajeros que se embarcan o que vuelan entre diez y quince mil kilómetros al otro lado del mundo, y que una vez en Suramérica o en el Caribe atraviesan el continente en buses expresos o aviones, en lanchas rápidas o canoas apaleadas, en taxis clandestinos o carros particulares por atajos subrepticios y azarosos, siempre hacia el norte, a Estados Unidos o Canadá, como golondrinas aturdidas, atravesando a menudo tramos enteros sin más medios que las piernas, las alas de la esperanza.
Son migrantes de otro mundo porque en el momento en que pisan el continente, su bengalí, lingala o hausa, fula, hindi o nepalés, árabe, urdu o cingalés pierden todo su valor, y ni siquiera francés, portugués o inglés les sirven de mayor cosa en los pueblos más profundos, donde nadie les entiende.
Son de otro mundo porque su valentía y determinación son formidables. Resueltos a hacerse una vida nueva y –a menudo— a abrirle una oportunidad a quienes dejan atrás, no se arredran ni ante la explotación de los estafadores del camino, ni la hostilidad de los puestos migratorios, ni los corruptos, ni los asaltos y violaciones, ni el hambre, el miedo y las amenazas, ni la cárcel, ni la muerte.
“La muerte también es una opción de libertad”, dice con frecuencia el colega Juan Arturo Gómez, integrante de este equipo periodístico que vive en la región del Golfo de Urabá, muy cerca a la frontera con Panamá. Le escuchó la frase a un inmigrante y se le quedó grabada.
Muchas razones los hacen tomar esta ruta, que parece absurdamente larga. Una que los africanos citan a menudo es que el camino a Europa por Libia, donde torturan y esclavizan a viajeros, les da terror. Otra es que cada vez hay menos cupos para refugiados en Estados Unidos, que hacían posible esperar pacientemente en casa hasta obtener permiso de volar directo, sin penurias.
En efecto, el gobierno Trump ha cerrado las cuotas para refugiados (reduciendo las 110 mil planeadas por la administración Obama para 2017 a 18 mil para este año, ahora reducidas a cero con el Coronavirus). No ha dejado más salida que intentar esta tortuosa y prolongada vía que puede tomarles meses, entrar ilegalmente y rogar para que una vez adentro les concedan el asilo. Eso hicieron 1 327 personas provenientes de la India que consiguieron asilo en Estados Unidos en 2018, el último año del que el gobierno da cifras.
Además, con la comunicación global e instantánea, ningún rincón parece tan distante, ni un viaje largo parece tan solitario. Van siguiendo los guijarros digitales que les dejan otros compatriotas. Parientes y amigos los jalan, a veces les pagan el viaje. Otras veces se los costean ellos mismos, acuden a sus familias, venden los bienes que tengan –como Kamal, que vendió una tierra familiar por lo que pudo– o se endeudan con su futuro como única garantía de pago.
En sus teléfonos tienen Facebook y WhatsApp y pueden ir avisando lo que les pasa a lo largo del camino. Hilan redes por nacionalidades como, por ejemplo, la que han urdido malíes y senegaleses en Brasil y Argentina desde fines de los noventa. Tienen sus grupos de conversa donde los que ya pasaron los contactan con algunos protectores del camino —como Luis Guerrero Araya, a quién conocí en La Cruz, Costa Rica— y saben a quién advertirle si hay problema.
Una vez alguien encuentra tierra donde echar raíces, llama a los otros, y esos a otros más. Así ha hecho siempre la humanidad desde que existe: migrar en racimos.
Esta gran travesía también es posible porque, aunque ellos no sean bienvenidos en casi ningún lado, su dinero es apetecido en todas partes. Fluye fácil desde las cuentas de Karachi en Pakistán y Duala en Camerún hasta Cruzeiro do Oeste and Sao Paulo, en Brasil, o a Apartadó en Colombia; cruza todas las fronteras con muy poco papeleo, a través de múltiples servicios internacionales de giros instantáneos como Western Union o MoneyGram, los que nos mencionaron.
Eso le contaron a esta alianza periodística muchos migrantes en distintos puntos de la geografía americana, como también las fuentes oficiales, los académicos y los activistas con que hablamos.
Más de 40 periodistas y editores, camarógrafos, traductores y fotógrafos, productores y creativos, programadores y desarrolladores, diseñadores y artistas que construimos Migrantes de Otro Mundo. Nos unía un propósito: ponerles carne y hueso a estos migrantes que a los ojos del mundo han sido casi invisibles. Incluso en los informes anuales de la Organización Internacional para las Migraciones (OIM), apenas si asoman.
Sus historias solo se publican cuando les ocurren tragedias o, peor aún, cuando se habla de sus victimarios. En esta investigación, que se extendió durante nueve meses, en cambio, seguimos sus historias de principio a fin. Queríamos oír la opinión de quienes consiguieron vivir en el norte y saber si piensan que valió la pena el costo que pagaron; queríamos averiguar qué fue de los deportados y de los encarcelados, ponerles rostro y nombre a los que murieron, cuyos restos yacen en tumbas anónimas o fosas comunes en el margen del camino.
Nuestra esperanza es que después de navegar por los cinco capítulos de Migrantes de Otro Mundo se sepa que estos migrantes existen, con toda su humanidad, y que se escuche su único clamor: un paso seguro y digno por el continente.
Por la naturaleza clandestina de la mayoría de los viajes es imposible precisar el número exacto de asiáticos y africanos que pasan cada año por América Latina hacia Estados Unidos o Canadá. No obstante, cruzando los datos de cada país, nos aproximamos a una cifra que oscila entre 13 000 y 24 000 personas.
Por la naturaleza clandestina de la mayoría de los viajes es imposible precisar el número exacto de asiáticos y africanos que pasan cada año por América Latina hacia Estados Unidos o Canadá. No obstante, cruzando los datos de cada país, nos aproximamos a una cifra que oscila entre 13 000 y 24 000 personas.
En el mapa animado que acaban de ver se trazan las rutas principales por las que realizan el primer tramo transatlántico. Armamos este mapa de rutas a partir de estudios de expertos, expedientes judiciales e informes publicados por otros medios, pero sobre todo se basa en los relatos de los propios viajeros transcontinentales.
Ellos y ellas, a veces con sus hijos, toman vuelos desde Nueva Delhi, en India y conectan en Abu Dhabi o Dubai en los Emiratos Árabes; o vuelan desde Adís Abeba en Etiopía, o de Casablanca en Marruecos, o de Lagos en Nigeria, o Johannesburgo en Suráfrica, o desde Moscú en Rusia. Aterrizan en aeropuertos de Sao Paulo donde pueden bajarse o conectar a Quito o Panamá. También pueden llegar a Buenos Aires, Caracas o La Habana. Otros se van a probar suerte en los puertos marítimos africanos de Durban o Port Elisabeth, Freeport, Lagos, Malabo, o Pointe-Noire, donde se trepan a buques a veces de polizones y otras en cargueros o en barcazas que apenas si consiguen cruzar el Atlántico. Desembarcan en el puerto de Santos, cerca de Sao Paulo, o en el de Buenos Aires, o los rescatan en Maranhão, Brasil.
Una vez llegan a suelo americano, su trecho más difícil está por comenzar, como lo contamos en el segundo capítulo, Las Rutas por América.
Conseguimos las cifras oficiales disponibles más recientes en los países por dónde más transitan, pero las autoridades migratorias no siempre recogen las mismas estadísticas y es difícil que el número de migrantes de una nacionalidad registrado en Panamá, por ejemplo, sea el mismo exacto del de Costa Rica, su vecina. Este es un tránsito subrepticio, que franquea las fronteras más cerradas a escondidas y que cambia de derrotero constantemente para evitar ser detectado.
En su conjunto, sin embargo, las cifras permiten al menos establecer que los migrantes transcontinentales que más usaron esta ruta a lo largo de 2019 tienen pasaportes de Camerún, India, República Democrática del Congo (RDC), Bangladesh, Angola, Sri Lanka, Eritrea, Nepal, Pakistán, Ghana, Guinea y Mauritania.
También descubrimos que muchos de ellos llegan primero a Brasil, un país que durante años promovió la inmigración internacional. Entre enero de 2018 y enero de 2020, Brasil dio refugio a 27 760 extranjeros de 53 nacionalidades, entre ellos a 270 solicitantes de la RDC.
Después de un tiempo, muchos de ellos abandonan su solicitud de refugio o su refugio. Como averiguó Profissão Réporter de TV Globo, otro aliado de esta investigación, miles de migrantes llegan a barrios miserables de Sao Paulo, viven en tugurios u ocupan edificios abandonados en pésimas condiciones y no encuentran trabajo decente. Después de dos o tres años de intentar afincarse sin éxito en Brasil, siguen viaje hacia el norte. Es el caso de angoleños y nacionales de la RDC que encontramos haciendo su camino al norte. A muchos les niegan sus pedidos de refugio, como les sucede a la mayoría de personas provenientes de Bangladesh, Paquistán o Ghana que los solicitan.
Inmigrantes de otras nacionalidades, como los de Sri Lanka, no parecen empezar su travesía por Brasil. Apenas 39 de esta nacionalidad solicitaron refugio en Brasil entre 2017 y marzo de 2019. Sin embargo, según registros migratorios de 2019, una cantidad diez veces superior salió de Ecuador sin pasar por los puestos migratorios, lo que puede indicar la naturaleza clandestina de su viaje. En Costa Rica, las autoridades de migración registraron la llegada de 738 esrilanqueses.
Es probable que los puestos migratorios confundan a los ciudadanos de la RDC con los congoleses del Congo-Brazzaville y eso explique en parte la incongruencia de los datos. Pero también significa que al pasar por cruces más recónditos, logran no ser detectados. Un mapa interactivo en este capítulo revela otros casos similares: en Colombia, por ejemplo, apenas 103 eritreos fueron detectados por las autoridades, mientras que migración mexicana registró una cifra de migrantes de esa nacionalidad casi cuatro veces mayor.
Con frecuencia no llegan a su destino. Así le ocurrió a Sanjiv, Raja y Harpreet, nacidos en India y cuya historia contamos en alianza con The Confluence Media, medio del país asiático. En México, ya en el último trecho, los atraparon las autoridades junto con otros 308 de sus compatriotas, y después de encerrarlos los embarcaron en un avión de regreso a Nueva Delhi. También encontrarán aquí la historia del vietnamita Van Dung Nguyen, perdido en el laberinto de una justicia injusta en El Salvador.
El periodista Josep Pele y su familia de la República Democrática del Congo, quien además fue colaborador de esta alianza, sí consiguió llegar a Estados Unidos, pero encontró tan frustrante lo que le ofrecían —esperar un año para saber si le daban el refugio o no, sin permiso de trabajo— que siguió viaje a Canadá, donde hoy reside. Contamos su accidentado periplo. A Colette, de Camerún, la ubicamos ya del otro lado, en Odenton, Maryland, con sus hijas. El sueño americano, sin embargo, era más triste de lo que imaginó.
Sobre la ruta, un reportero de esta alianza encontró una pared de un refugio improvisado para migrantes en el Chocó colombiano en la que había mensajes y firmas que estos habían dejado como testimonio de su paso. Nos dimos a la tarea de buscarlos. Así encontramos a Ramesh, un nepalés que había dejado allí su mensaje cuando pasó en 2015 y, con la ayuda de un reportero en Nepal, reconstruimos su historia.
Los Pasos Prohibidos (capítulo 3) son muchos, en este larguísimo recorrido donde casi todos los gobiernos ponen talanqueras.
El cruce de las selvas del Darién entre Colombia y Panamá, al que dedicamos un mini-documental, es el trayecto que ninguno olvida. El calor pegajoso, las lomas de la muerte, los olores de cuerpos pudriéndose en el fango… allí lo dejan todo, el alma incluida: algunos han tenido que dejar hasta a sus hijos.
El viaje no termina ahí. Al alcanzar la carretera panamericana en Panamá, ya en territorio civilizado, los migrantes reciben un aliento, pues tanto este país como el siguiente, Costa Rica, les facilitan el paso con transporte rápido y seguro. Muy pronto, sin embargo, llegan a Nicaragua, un país sin ley para los suyos y mucho menos para los foráneos. Allá tienen que pagar para pasar, y no siempre salen indemnes. Relatamos la experiencia de los migrantes que atraviesan ese sendero clandestino.
Contamos también de cómo es el tramo siguiente: el cruce diagonal del territorio hondureño, desde Choluteca en el sur, cerca de la frontera con Nicaragua, hasta la solitaria frontera con Guatemala, en Agua Caliente. A partir de este sórdido tramo los migrantes asiáticos y africanos ya no vuelven a dejarse ver a pleno día. Una vez cruzada Guatemala, ya cerca de la meta, los migrantes tienen que esperar en un campo en Tapachula, México. Debido a un súbito cambio en el modo de aplicar la normativa, allí los hacinados llegaron a miles en octubre pasado. Durmiendo en carpas frente al centro de detención, la situación en poco tiempo se tornó explosiva, como lo cuenta un texto elaborado con base en las historias de quienes pasaron por allí.
Los migrantes también caen en el camino. La mayoría porque los países creen que cerrándoles las fronteras o impidiéndoles el paso por lugares seguros los harán desistir. Parece que no los conocieran. Si lo hicieran, sabrían que las fuerzas que los empujan no se limitan a la voluntad individual, sino que tienen que ver con los tiempos que corren (hambre, miseria, muerte y guerra) y que cuando uno da por desahuciado a su país no tiene otra alternativa que seguir adelante, de cualquier manera.
Rara vez los gobiernos pagan un costo político por el maltrato a estos migrantes. En Colombia se necesitó que hubiera un gran naufragio como el de enero de 2019, en el que murieron ahogados 21 migrantes, para que ese gobierno volviera a aflojar sus normas migratorias. Ahora, según nos contaron los migrantes, les da cinco días para cruzar los 1200 kilómetros de su territorio y salir. En México, el acuerdo firmado con Estados Unidos para reducir el flujo de extranjeros que tratan de alcanzar el norte es aplaudido por la mayoría del país. Triste paradoja: un país de migrantes orgulloso por ejercer de policía para que otros migrantes no alcancen su objetivo.
Migrantes de Otro Mundo contó 110 migrantes muertos o desaparecidos de varias nacionalidades en la frontera entre Colombia y Panamá. Murieron ahogados en súbitas crecientes de los impredecibles ríos selváticos o en el mar; murieron de infarto por el enorme esfuerzo que exige el trayecto; murieron asesinados. De algunos no se sabe nada. Muchos no figuran en las cuentas oficiales de ningún país. La impresionante base de datos que recientemente construyó el Proyecto de Migrantes Desaparecidos de la OIM tampoco contabiliza a la mayoría.
En el capítulo cuarto, Los Caídos, mapeamos el rastro de muerte y desaparición que dejan las rutas de los migrantes de todas las nacionalidades, documentados por nosotros y por la OIM, entre 2016 y febrero de 2020.
Entre los muertos están las 21 personas que naufragaron y hoy yacen enterradas como anónimos en Acandí, un pueblo pesquero sobre el Golfo de Urabá en Colombia. Investigamos cómo terminaron allí y quiénes eran. A Víctor, de Camerún, también quedó en esa frontera y encontramos a su familia en Estados Unidos.
Además, en alianza con The Museba Project de Camerún, contamos la historia de los cameruneses que se ahogaron en 2019 en el mar al frente de la costa de Tonalá en Chiapas, México, y dejamos evidencia del dolor de los familiares que pusieron su fe en el futuro de un ser querido que volvió a su casa en ataúd.
A pesar de la “desnacionalización” económica de que han sido objeto los países del mundo, al decir de la socióloga Saskia Sassen, estos también han sufrido un proceso paralelo de “renacionalización”. Esta se expresa a menudo en detener a migrantes como forma de ejercer control sobre el territorio, aun a veces en contradicción con los mismos tratados internacionales que han firmado y en los que se comprometen a dar refugio o asilo a quienes huyen de guerras, o a tratar con humanidad a migrantes económicos.
En las Américas, esta crisis de identidad de los países ha resultado en un mapa legislativo errático y casi nunca consensuado que favorece enormemente al tráfico de personas, una cara cruel de la migración mundial. Como no todos los migrantes cruzan el océano de la mano de coterráneos o de familiares, la necesidad los conduce fácilmente hacia traficantes que saben aprovechar los cierres y aperturas de fronteras para sumar nuevos costos, aprovechando sus nexos fluidos con mafias de otros tráficos ilegales.
Así trazan rutas para sus cargamentos humanos. Se adaptan rápidamente, coordinan entre sí sirviéndose de mensajería instantánea y global, y compartimentan los pagos y también la información, que les sueltan gota a gota a los migrantes. Estos, atrapados en sus garras, no tienen más remedio que ir agotando sus recursos y los de familiares y conocidos. Para el flujo de dinero, por supuesto, no hay fronteras.
El negocio no prospera porque haya países “laxos”, como llaman las autoridades migratorias a quienes se ponen a tono con la globalización y abren sus fronteras a personas, sino porque hay países que las cierran, como si la migración no existiera.
Como cuenta el quinto capítulo de Migrantes de Otro Mundo, Un Negocio Cruel, la prohibición y el enorme mercado de viajeros hacen que el precio se infle y el negocio se vuelva boyante. La historias de este capítulo desnudan cómo operan estas redes criminales y sus diversos anillos de poder: desde las élites que cobran los viajes por adelantado a miles de dólares y coordinan los pagos entre las grandes capitales, las autoridades locales que corrompen y sacan su tajada, hasta los “coyotes” expiatorios, como es el caso de una dueña de hotel que empezó haciendo favores a migrantes en una frontera y terminó de peón del gran tablero del tráfico, o también de las ‘Mamá África’, una en Colombia y otra en América Central, esta última retratada aquí en profundidad.
Hay zonas iluminadas y más conocidas por las autoridades como la llegada legal y la salida clandestina de Ecuador —según lo documentamos con casos judicializados— y también hay otras más oscuras, cuyos contornos dibujamos en Venezuela.
En este continente tan desigual, también en la aplicación de la justicia las policías locales pueden confundir redes migratorias de amigos y conocidos que apoyan al que viaja con redes de tráfico mercantil, y terminan castigando a buenos samaritanos antes que a los pesos pesados. Ese parece ser el caso del proceso que relatamos contra tres senegaleses en Argentina.
Hoy, cuando el Coronavirus va dejando una estela de muerte por doquier, los países han cerrado sus puertas para evitar el contagio. La situación de los migrantes que viajan precariamente, a veces sin documentos y sin dinero, se tornó crítica.
Algunos de ellos están encerrados en centros de detención como el de Otay Mesa en San Diego, California, esperando que un juez considere su pedido de asilo. Ahora tendrán que esperar, con el riesgo de que Trump –cuyas políticas migratorias alcanzan el extremo xenófobo —alargue la suspensión de asilos más allá de la duración de la pandemia.
En Otay Mesa estuvo detenido Maxcello hasta mediados de mayo pasado, un camerunés sobreviviente del naufragio en Tonalá, México, cuya historia contamos aquí. Ya se anunció que allí hay al menos 41 contagiados del Covid-19.
Los mexicanos y centroamericanos que recién están llegando a la frontera durante la cuarentena son deportados a México, sin saber si están contagiados o no. Es México el que se ha encargado de devolverlos a sus países o abandonarlos en el sur para que sean ellos los que retornen, sin importar qué les suceda o de qué escapaban.
Además, Estados Unidos mantiene sus expulsiones habituales desde centros de detención sin control sanitario. Un mexicano devuelto de Houston, Texas, llegó enfermo a un albergue de migrantes en Nuevo Laredo y ya contagió a otros. Decenas de deportados a Guatemala llegaron con el virus, lo que provocó rechazo hacia los recién llegados.
A muchos viajeros provenientes de Asia y África que recién están llegando a Estados Unidos, al parecer, los están devolviendo deportados a sus países de origen. Y quienes iban a mitad de camino, cuando los países impusieron cuarentena, quedaron atrapados en albergues o en pueblos de frontera, superando los números que estos pueden recibir en condiciones humanitarias mínimas.
En Necoclí, el mismo pueblo en la esquina norte de Sur América donde conversé con Kamal en enero pasado, dos meses más tarde tuvieron que alojarse 294 personas, catorce de ellas africanas, desbordando la capacidad de la alcaldía local para atenderlos.
El coronavirus, potenciado por fenómenos globales como el cambio climático y la globalización económica, ha dejado en evidencia la gran contradicción de las políticas de migración actuales y el daño que ocasionan a quienes esa misma globalización expulsa.
En un mundo donde todo circula sin obstáculos excepto quienes huyen por su vida, la ambigüedad y el capricho en el cierre de fronteras y la suspensión repentina del derecho para la protección de refugiados y migrantes son crímenes por omisión.
Al esconderse detrás de una dudosa política nacional con el pretexto de proteger a sus ciudadanos, los países están contribuyendo a una crisis global que también los incluye a ellos, dándole la espalda a las personas que mejor ejemplifican la capacidad humana de soñar que nuestra vida puede ser mejor.
*Migrantes de Otro Mundo es una investigación conjunta transfronteriza realizada por el Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Occrp, Animal Político (México) y los medios regionales mexicanos Chiapas Paralelo y Voz Alterna de la Red Periodistas de a Pie; Univision Noticias (Estados Unidos), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo (Brasil); La Prensa (Panamá); Semana (Colombia); El Universo (Ecuador); Efecto Cocuyo (Venezuela); y Anfibia/Cosecha Roja (Argentina), Bellingcat (Reino Unido), The Confluence Media (India), Record Nepal (Nepal), The Museba Project (Camerún). Nos dieron apoyo especial para este proyecto: La Fundación Avina y la Seattle International Foundation.
Every year thousands of people expelled from Asia and Africa cross Latin America looking for the north like swallows disoriented by an altered climate. Along the way, the already painful journey of these extraordinary human beings is made unnecessarily difficult by almost all governments, who put them at constant risk. This collaborative, cross-border investigation tells the story of their passage through our countries.
I met Kamal on the morning of January 16 of this year in Necoclí, a village of about seventy thousand people with a rough green sea and poor fishermen on the edge of the Gulf of Urabá, in the north-western corner of Colombia. Kamal was fleeing from Dhaka, Bangladesh, after religious extremists burned down his tea shop. His country has a Sunni Muslim majority, and, like the rest of the region, it has been affected by the ravages of global terrorism and the war against it and by the sectarian demagogy of leaders in both hemispheres. These have led to criminal attacks on the homes, businesses and temples of Hindu, Buddhist, Muslim and Christian minorities.
Every year, half a million Bangladeshis are forced to leave their country. Those exiled by violence, like Kamal, are joined by those displaced due to climate change, which has especially affected this low and overpopulated country: increasingly frequent floods and landslides sweep the land under their feet.
Like most migrants, many of them take refuge in neighbouring countries, seeking to rebuild their lives not too far away from their regions. Many, however, decide to leave for the Americas. Between 2017 and January 2019, 1,608 Bangladeshis requested refuge in Brazil.
Kamal, too, flew to Sao Paulo, but he connected directly to Bolivia and there began his journey northwards overland. That’s where he was going when we talked to him in Necoclí. Throughout 2019, Bangladeshi were in the top-five list among the Africans and Asians who took this route to the United States or Canada. Seven hundred and three travellers with this passport were registered by Colombian migration points, and officially, 1,561 were presented to migration authorities in Mexico.
The forces of globalization that now shape our lives - transnational economies, multinational militias, remotely ordered bombings, climate change, the Internet - have turned on the taps of migration across the planet. There are 50 million more migrants today than there were ten years ago, and the percentage of people living in a different country than their own has been increasing.
This cross-border investigative collaboration, involving 18 media organisations in 14 countries, uncovers an intense and little-known chapter of migration in our world today.
We have called it “Migrants from Another World” because it tells the stories of people who travel between five and ten thousand miles to the opposite side of the planet. Once in the Americas, they cross the continent in express buses or planes, in speedboats or rafts, in clandestine taxis or private cars taking hidden routes and tricky shortcuts, always towards the north, to the United States or Canada, like stunned swallows. Often, they cross entire stretches relying only on their legs, the wings of hope.
They are Migrants from Another World because the moment they set foot on the continent, their Bengali, Lingala or Hausa, Fula, Hindi or Nepalese, Arabic, Urdu or Sinhalese lose all their value, and not even French, Portuguese or English are of any use to them in the deepest villages, where no one understands them.
They are from another world because their courage and conviction are extraordinary. Determined to make a new life for themselves and - often - to open paths for those they leave behind, they take on the exploitation of swindlers on the road, the hostility of migrant posts and the corruption, they endure assault and rape, hunger, fear and threats, imprisonment and death.
“Death is also a form of freedom,” says my colleague Juan Arturo Gómez, a member of this journalistic team who lives in the Gulf of Urabá region, very close to the border with Panama. He heard the phrase from an immigrant, and it stuck with him.
Many reasons make migrants take this route, which seems absurdly long. One often mentioned by Africans is that the road to Europe via Libya, where they torture and enslave travellers, terrifies them. Another is that the United States offers fewer and fewer quotas for refugees, which made it possible to wait patiently at home or in a friendly country until they were allowed to fly safely and directly.
In fact, the Trump administration has narrowed refugee quotas (reducing the 110,000 planned by the Obama administration for 2017 to 18,000 this year, and now reduced to zero with Coronavirus). This left them with no choice but to attempt this tortuous route that can take months and enter illegally and beg for asylum once inside. It’s the case of the 1,327 Indians who were granted asylum in the United States in 2018, the last year for which the government provides figures.
Moreover, with instant global communication no place seems so distant, no journey seems so lonely. On phones and in internet cafés they follow the digital pebbles left behind by their fellow countrymen. Relatives and friends extend a helping hand, sometimes paying for the trip. Other times they pay for it themselves by borrowing from their families, selling whatever goods they have - like Kamal, who sold his land -, or getting in debt with their future as sole guarantee of payment.
They have Facebook and WhatsApp on their phones, and they can report what happens to them along the way. They spin networks by nationality, like the one Malians and Senegalese have been building in Brazil and Argentina since the late 1990s. In chat groups, those who have already made it through put them in contact with some migrant protectors - like Luis Guerrero Araya, whom I met in La Cruz, Costa Rica –, and they can let others know if there are problems.
Once some find soil to lay down roots, they call the others, and those call others. This is what humanity has always done: migrate in clusters.
This long journey is also possible because, although they are unwelcomed almost everywhere, their money is always welcomed. It flows easily from accounts in Karachi in Pakistan and Douala in Cameroon to Cruzeiro Oeste and Sao Paulo in Brasil or to Apartadó in Colombia, it crosses all borders with very little paperwork, through multiple international instant money transfer services like Western Union or MoneyGram, often mentioned.
This is what this journalistic alliance heard from many migrants in different parts of the American geography, as well as from the official sources, academics and activists who spoke to us.
Over 40 journalists and editors and translators, cameramen and photographers, producers and creators, programmers and developers, designers and artists built Migrants from Another World. We were united by one purpose: to put flesh and blood on these migrants who have been almost invisible to the world. Even in the annual reports of the International Organization for Migration (IOM), they barely show up.
Their stories are only printed when tragedies happen or, worse, when their perpetrators are the subject. In this nine-month investigation, however, we followed their stories from beginning to end. We wanted to hear from those who managed to settle in the North and ask them whether it was worth the cost they paid; we wanted to find out what happened to those deported or imprisoned, to put a face and a name to those who died and whose remains lie in unknown places or mass graves by the roadside.
Our hope is that after cruising through the five chapters of Migrants from Another World more people will know that these migrants exist, in all their humanity, and that more will hear their only clamor: a safe and dignified passage through the continent.
Because of the clandestine nature of most journeys, it is impossible to specify the exact number of Asians and Africans who pass through Latin America each year on their way to the United States or Canada. However, crossing the data of each country, we come to a figure that oscillates between 13,000 and 24,000 people.
In the animated map you have just seen, the main routes of the first transatlantic leg of their voyage are traced. We put together this map of routes based on studies by experts, judicial records and reports published by other media, but above all it is based on the stories of the transcontinental travellers themselves.
Sometimes accompanied by their children, they board flights from New Delhi in India and connect in Abu Dhabi or Dubai in the Arab Emirates; or fly from Addis Ababa in Ethiopia, or Casablanca in Morocco, or Lagos in Nigeria, or Johannesburg in South Africa, or even Moscow in Russia. They land at airports in Sao Paulo where they can get off or connect to Quito or Panama. They can also arrive in Buenos Aires, Caracas or Havana. Others try their luck at the African seaports of Durban or Port Elisabeth, Freeport, Lagos, Malabo, or Pointe-Noire, where they climb onto ships, sometimes stowed away, and other times on cargo ships or barges that can barely cross the Atlantic. They land in the port of Santos, near Sao Paulo, or in the port of Buenos Aires, or are rescued in Maranhão, Brazil.
Having reached the Americas, they face the most difficult stretch of the voyage, as is told in chapter two, Routes through the Americas.
We gathered the most recent official figures available from the countries that witness more transit, but migration authorities do not always collect identical statistics and it is difficult for the number of migrants of one nationality registered in Panama, for example, to coincide exactly with those of neighbouring Costa Rica. This is a clandestine transit that goes through the tightest borders unnoticed and constantly changes course in order to avoid detection.
Overall, however, the figures do establish that the transcontinental migrants who used this route the most throughout 2019 had passports from Cameroon, India, the Democratic Republic of the Congo, Bangladesh, Angola, Sri Lanka, Eritrea, Nepal, Pakistan, Ghana, Guinea and Mauritania. We also discovered that many of them arrive first in Brazil, a country that for some years welcomed international immigration. Between January 2018 and January 2019, Brazil gave refuge to 27, 760 foreigners from 53 nationalities. Among them 270 from the DRC.
After a while, many migrants abandon their requests or their refugee status. As Profissão Réporter of TV Globo - another partner in this investigation - found out, thousands of immigrants land in poor neighbourhoods on the outskirts of Sao Paulo, live in slums or occupy abandoned buildings in appalling conditions and cannot find decent work. After two or three unsuccessful years trying to settle in Brazil, they continue their journey north. This is the case of Angolans and people from the DRC we found in the trail up north. Many also are denied their refugee permits, like the Bangladeshis, Pakistanis and Ghanaians.
Immigrants of other nationalities, such as those from the Sri Lanka, do not seem to have begun their journeys through Brazil. Only 39 of this nationality asked for refuge between 2017 and March 2019. But in Ecuador, according to 2019 migration registries, a number over ten times this size left without checking their passports with migration authorities, indicating the clandestine nature of their trip. In Costa Rican migration authorities, recorded the arrival of 738.
Migration posts are likely to mistake countries with similar names –like DRC citizens for Congolese people from Congo-Brazzaville –, and this may partly explain the inconsistency in the data. But it also means that by passing through more remote crossings, they manage to avoid detection. An interactive map in this chapter reveals other similar cases: in Colombia, for example, only 103 Eritreans received safe passage, while Mexican migration registered almost a fourfold increase.
Often, they do not reach their destination. This was the case of Sanjiv, Raja and Harpreet, who were born in India and whose story we told in partnership with The Confluence Media, an Indian news outlet. In Mexico, already in the last stretch, they were caught by the authorities along with 308 of their countrymen, and after being locked up they were put on a plane back to New Delhi. You will also find here the story of the Vietnamese Van Dung Nguye, lost in the labyrinth of an unjust justice system in El Salvador.
Journalist Josep Pele, from the Democratic Republic of Congo and who also collaborated with this alliance, did manage to reach the United States accompanied by his family, but found his possibilities frustrating: a waiting period of a year to find out whether they would give him refuge or not, without a work permit. He set out to Canada, where he now lives. We tell of his hard journey. Colette, from Cameroon, is already on the other side, in Odenton, Maryland, with her daughters. The American dream, however, was sadder than she had imagined.
On the road, a reporter from this alliance found a wall in a makeshift shelter for migrants in Colombia’s Chocó region inscribed with messages and signatures left by migrants as testimony to their passage. We started searching for them. That is how we found Ramesh, Nepalese, who had written his message in 2015 and, with the help of a reporter in Nepal, we reconstructed his story.
There are many Forbidden Passages (Chapter 3) in this extremely long journey in which almost all governments set hurdles.
The crossing of the Darién jungle between Colombia and Panama, to which we dedicate a mini-documentary, is the route that no one forgets. The sticky heat, the hills of death, the smell of bodies rotting in the mud... there they leave everything, including their souls: some have had to leave their children behind.
The journey does not end there. When they reach the Pan-American Highway in Panama, already in civilized territory, migrants are given a boost, as both this country and the next one, Costa Rica, facilitate their passage with fast and safe transportation. Very soon, however, they arrive in Nicaragua, a country with no law for its own people, much less for foreigners. There they must pay to get through, and they don’t always make it out unscathed. We relate the experience of migrants who cross this clandestine path.
We also tell about the following leg of the journey: the diagonal crossing of the Honduran territory, from Choluteca in the south, near the border with Nicaragua, to the lonely border with Guatemala, in Agua Caliente. From this point onwards, Asian and African migrants are no longer seen in broad daylight until they reach Mexico. Once they have crossed the border, they have to wait in a camp in Tapachula. Due to a sudden change in the application of regulations, thousands of people concentrated there last October. Sleeping in tents in front of the migration station, the situation soon became explosive, as our partners who stayed there twice during the investigation, tell in a story.
Migrants also fall en route. Most do because countries believe that by closing borders or preventing them from passing through safe places will make them give up. It is as if they didn’t know them. If they did, they would know that the forces that drive them are not limited to their individual will, but belong to the times we live in, times of hunger, poverty, death and war. They fail to see that when a person deems their country’s situation hopeless, they have no other choice but to move on.
Rarely do governments pay a political cost for the mistreatment of these migrants. In Colombia, it took a major shipwreck like the one in January 2019, in which 21 migrants drowned, for the government to loosen its immigration rules again. Now - as travellers told us- it gives migrants five days to cross 1,200 kilometres of its territory. In Mexico, the agreement signed with the United States to reduce the flow of foreigners trying to reach the north is applauded by most of its citizens. A sad paradox, surely: a country of migrants proudly policing other migrants to keep them from reaching their goal.
Migrants from Another World counted 110 people of various nationalities suspected of having been died or gone missing on the border between Colombia and Panama. They drowned in sudden rises of the unpredictable jungle rivers, or in the sea; they died of heart attacks because of the enormous effort demanded by the journey; they were murdered. Of some, nothing is known. Many do not appear in the official statistics of any country. Even the impressive database recently built by the IOM’s Missing Migrants Project accounts but for a fraction of them.
In chapter four, The Fallen, we map the trail of death and disappearance left along the routes of migrants of all nationalities, documented by us and IOM between 2016 and February 2020.
Among the dead are the 21 people who were shipwrecked and today lie buried as anonymous victims in Acandí, a fishing village on the Gulf of Urabá, in Colombia. We found out how they ended up there and who they were. Victor, from Cameroon, was also left behind in that border and we found his family in the United States.
In addition, in partnership with The Museba Project of Cameroon, we tell the story of four Cameroonians who drowned in 2019 in the sea off the coast of Tonalá in Chiapas, Mexico, and we relate the pain of family members who put their faith in the future of a loved only to welcome him back in a coffin.
Despite having been subjected to a process of economic “denationalization”, as sociologist Saskia Sassen has argued, the countries of the world have also undergone a parallel process of “renationalization”. This is often expressed in the detention of migrants as a way of exercising control over territory, often in contradiction with the very international treaties in which they have committed to giving refuge or asylum to those fleeing from war, or to treat economic migrants humanely.
In the Americas, this identity crisis of countries has resulted in an erratic and almost never consensual legislative map that greatly favours human trafficking, a cruel face of migration. Not all migrants cross the ocean led by peers or family members. Necessity easily leads many of them into the hands of traffickers who know how to take advantage of the opening and closing of borders in order to create new costs.
Their fluid relations with other illegal trafficking mafias allow them to constantly trace new routes for their human cargo. They adapt quickly, coordinate with each other using instant and global messaging, and compartmentalize payments and information, which they give to migrants on a need-to-know basis. Trapped in their clutches, migrants have no choice but to drain their resources and those of family members and acquaintances. For the flow of money, of course, there are no borders.
The main promoters of trafficking are not “lax” countries, as immigration authorities like to call nations that try to be in tune with globalization and open their borders to people, but countries that decide to close their borders shut, as if migration just was not happening.
As we show in A Cruel Business, the fifth chapter of Migrants from Another World, border restrictions and a growing market of travellers make prices go up and the trafficking business becomes buoyant. The stories in this chapter reveal how these criminal networks and their various rings of power operate: from elites who charge thousands of dollars in advance and coordinate payments between big cities, all the way to corrupt local authorities who take their share and down to the expiatory “coyotes”.
Among these, we tell the stories of a hotel owner who began by doing favours to migrants near a border and ended up as a pawn on the large board of trafficking, and also of two “Mama Africa”, one in Colombia and one in Central America, and the latter of which we portrayed in depth.
There are well-lit areas that authorities know better, such as the legal arrival and clandestine departure from Ecuador - as we documented using legal cases - and there are also darker ones, the outlines of which we have drawn in Venezuela.
In this unequal continent, also in the application of justice local police can confuse migratory networks of friends and acquaintances that support a migrant with commercial trafficking networks and end up punishing good Samaritans instead of criminals. This seems to be the case we reported against three Senegalese people in Argentina.
Today, as the Coronavirus leaves a trail of death around the world, countries have closed their doors to prevent contagion. The situation of migrants who travel precariously, sometimes without documents and without money, has become critical.
Some of them are locked up in detention centers such as Otay Mesa in San Diego, California, waiting for a judge to consider their request for asylum. Now they will have to wait, with the risk that Trump - whose immigration policies are reaching xenophobia- will extend the suspension of asylums beyond the duration of the pandemic.
Maxcello, a Cameroonian shipwreck survivor from Tonalá, Mexico, whose story we tell here, was held in Otay Mesa until mid May. It has already been announced that there are at least 41 infected people there from Covid-19.
Mexicans and Central Americans who are just arriving at the border during the quarantine are deported to Mexico, not knowing whether they are infected or not. It is Mexico that has taken it upon itself to return them to their countries or to abandon them in the south to find their way back for themselves, regardless of what happens to them or what they were escaping from.
In addition, the United States maintains its usual expulsions from detention centers without health controls. A Mexican returnee from Houston, Texas, arrived sick at a migrants’ shelter in Nuevo Laredo and has already infected others. Dozens of deportees in Guatemala arrived with the virus, causing a general rejection of new arrivals.
Many travellers from Asia and Africa who are just arriving in the United States are apparently being sent back to their countries of origin. And those who were halfway there when the countries ordered quarantine, were trapped in shelters or in border towns, exceeding the numbers these can receive under minimal humanitarian conditions.
In Necoclí, the same town in the northern corner of South America where I spoke with Kamal last January, 294 people, 14 of them Africans, had to be accommodated two months later, overwhelming the capacity of the local mayor’s office.
Coronavirus, which has been fuelled by global phenomena such as climate change and economic globalization, has shown the great contradiction in current migration policies and the damage these cause to those expelled by those exact same phenomena.
In a world where everything circulates unhindered except for those who flee for their lives, ambiguity and whim in closing borders and the sudden suspension of the right to protection of refugees and to humane treatment to all migrants are crimes of omission. By hiding behind dubious national policies under the pretext of protecting their citizens, countries are contributing to a global crisis that also includes them, turning their backs on the people who best exemplify the human capacity to dream of a better tomorrow.
*Migrants from Another World, is a cross-border investigative journalism collaboration by the Centro Latinoamericano de Investigación Periodística (CLIP), Occrp, Animal Político (México) and regional Mexican media Chiapas Paralelo y Voz Alterna for the website En el camino, of the Red Periodistas de a Pie; Univisión digital (US), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter de TV Globo (Brasil); La Prensa (Panamá); Revista Semana (Colombia); El Universo (Ecuador); Efecto Cocuyo (Venezuela); y Anfibia/Cosecha Roja (Argentina) in Latin América. The Confluence Media (India), Record Nepal (Nepal), The Museba Project (Camerún) and Bellingcat (Reino Unido) also collaborated with the investigation. This project was possible thanks to the generosity of La Fundación Avina and Seattle International Foundation
Todos os anos, milhares de pessoas expulsas da Ásia e da África cruzam a América Latina em busca do norte, como andorinhas desorientadas por causa das alterações climáticas. Por onde passam, quase todos os governos dificultam sem necessidade o naturalmente árduo deslocamento desses seres humanos extraordinários, colocando-os em constante perigo. Esta investigação colaborativa e transfronteiriça conta a história dessa passagem por nossos países.
Conheci Kamal na manhã do dia 16 de janeiro deste ano em Necoclí, uma cidade de uns setenta mil habitantes, mar verde e agitado e pescadores pobres à beira do Golfo de Urabá, na ponta noroeste da Colômbia. Kamal vinha fugido de Daca, Bangladesh, depois que extremistas religiosos incendiaram sua loja de chá. Esse país, de maioria sunita, também tem sido afetado fortemente, assim como o resto da região, pelo terrorismo global, pela guerra contra o mesmo e pela demagogia sectária de líderes do oriente e do ocidente, que resultam, na prática, em ataques criminosos contra casas, comércios e templos de minorias hindus, budistas e cristãs.
Todos os anos, meio milhão de bengaleses se veem obrigados a abandonar seu país. Aos exilados pela violência, como Kamal, somam-se os desalojados devido às mudanças climáticas, que afetam especialmente esse país baixo e superpovoado: inundações e deslizamentos de terra cada vez mais frequentes levam a terra debaixo de seus pés.
Como a maioria dos migrantes, muitos deles se refugiam nos países vizinhos, buscando refazer suas vidas sem abandonar completamente suas regiões. Não são poucos, no entanto, os que decidem ir para a América. Entre 2017 e 2019, 5.733 bengaleses se refugiaram no Brasil.
Kamal também voou até São Paulo, mas não ficou, fazendo conexão com a Bolívia, para depois continuar por terra até o norte. Seguia nessa direção quando conversamos com ele em Necoclí. Ao longo de 2019, os bengaleses estavam entre os africanos e asiáticos que mais utilizaram essa rota para os Estados Unidos ou Canadá. Há registro de 703 cidadãos desse país na Colômbia, enquanto, no México, 1.561 bengaleses se apresentaram às autoridades de imigração.
As forças da globalização que hoje permeiam todas as nossas vidas — economias transnacionais, milícias multinacionais, bombardeios comandados à distância, mudanças climáticas e internet — impulsionam a migração em todo o planeta. Hoje há 50 milhões de migrantes a mais que há dez anos, e a porcentagem de pessoas que tiveram que abandonar seus lugares de origem também aumentou.
Este projeto colaborativo e transfronteiriço de jornalismo investigativo, do qual participaram 18 veículos em 14 países, revela um capítulo intenso e pouco conhecido da migração em nosso mundo atual.
Nós o nomeamos Migrantes de outro mundo, porque conta as histórias de viajantes que percorrem, de barco ou avião, entre 10 e 15 mil quilômetros até o outro lado do mundo, e que, uma vez na América do Sul ou no Caribe, atravessam o continente em ônibus expressos ou aviões, em barcos rápidos ou canoas precárias, em táxis clandestinos ou carros particulares, por atalhos furtivos e perigosos, sempre em direção ao norte, aos Estados Unidos ou ao Canadá, como andorinhas atordoadas, atravessando, muitas vezes, trechos inteiros sem outro meio que as próprias pernas, as asas da esperança.
São migrantes de outro mundo porque, no momento em que pisam no continente, seu bengali, lingala ou hauçá, fula, hindi ou nepalês, árabe, urdu ou cingalês, perdem todo seu valor, e nem ao menos o francês, o português ou o inglês lhes serve de alguma coisa nos povoados mais profundos, onde ninguém os entende.
São de outro mundo porque sua valentia e determinação são formidáveis. Decididos a começar uma nova vida para si mesmos e – muitas vezes – a criar oportunidades para os que deixam para trás, não desistem nem diante da exploração dos golpistas do caminho, nem da hostilidade dos postos de controle de migração, nem dos corruptos, nem dos assaltos e violações, nem da fome, do medo e das ameaças, nem da prisão, nem da morte.
“A morte também é uma opção de liberdade”, diz com frequência o colega Juan Arturo Gómez, integrante desta equipe de jornalismo que vive na região do Golfo de Urabá, muito próxima da fronteira com o Panamá. Ele ouviu a frase de um imigrante, e ela ficou gravada em sua memória.
Muitas razões os fazem escolher essa rota, que parece absurdamente longa. Uma razão que os africanos citam frequentemente é que o caminho para a Europa pela Líbia, onde torturam e escravizam viajantes, é aterrorizante. Outra é que há cada vez menos vagas para refugiados nos Estados Unidos, o que permitia que eles esperassem pacientemente em casa até obter a permissão de pegar um voo direto até lá, sem sofrimento.
De fato, o governo Trump encolheu suas cotas de refugiados (das 110 mil planejadas pela administração Obama para 2017 a 18 mil para este ano, atualmente reduzidas a zero devido ao Coronavírus). Não restou outra saída além de se arriscar por esse caminho longo e tortuoso, que pode levar meses, entrar ilegalmente e rezar para que, uma vez dentro, o aceitem o pedido de asilo. Foi o que fizeram 1.327 pessoas provenientes da Índia que conseguiram asilo nos Estados Unidos em 2018, último ano do qual o governo disponibiliza os números.
Além disso, com a comunicação global e instantânea, nenhum rincão parece tão distante e a longa viagem nem parece tão solitária. Vão seguindo as pegadas digitais deixadas por outros compatriotas. Parentes e amigos dão força, às vezes até pagam a viagem. Outras vezes, eles mesmos arcam com os custos, ajudam suas famílias, vendem os bens que têm - como Kamal, que vendeu uma terra da família pelo preço que conseguiu - ou se endividam, colocando seu futuro como única garantia de pagamento.
Em seus telefones, os migrantes têm Facebook e Whatsapp, e podem ir informando sobre o que acontece pelo caminho. Tecem redes por nacionalidade, como, por exemplo, as que foram formadas por malianos e senegaleses no Brasil e na Argentina desde o fim dos anos noventa. Participam de grupos de conversa onde os que já passaram pelo mesmo caminho colocam os novatos em contato com alguns protetores - como Luis Guerrero Araya, que conheci em La Cruz, Costa Rica -, e sabem a quem alertar se houver algum problema.
Uma vez que alguém encontra uma terra onde fincar raízes, chama os outros, que chamam outros, e assim por diante. Assim sempre fez a humanidade desde que existe: migrar em grupos.
Essa grande travessia também é possível, porque, ainda que eles não sejam bem-vindos em quase nenhum lugar, seu dinheiro é cobiçado em toda parte. Flui facilmente das contas de Carachi, no Paquistão, e Duala, em Camarões, até Cruzeiro do Oeste e São Paulo, no Brasil, ou Apartadó, na Colômbia; cruza todas as fronteiras com pouca papelada, através de diversos serviços internacionais de transferência instantânea, como Western Union ou MoneyGram, os que nos foram mencionados.
Tudo isso foi contado a esta colaboração jornalística por migrantes em diferentes pontos da geografia americana, assim como por fontes oficiais, pesquisadores e ativistas com quem conversamos.
Mais de 40 jornalistas e editores, cinegrafistas e fotógrafos, produtores e diretores de criação, programadores e desenvolvedores, desenhistas e artistas, construíram Migrantes de Outro Mundo. Nos unimos com um propósito: dar carne e osso a esses migrantes que têm sido quase invisíveis aos olhos do mundo. Inclusive nos informes anuais da Organização Internacional para as Migrações (OIM), eles quase não aparecem.
Suas histórias só são publicadas quando acontecem tragédias ou, pior ainda, quando se fala de seus algozes. Nesta investigação, realizada ao longo de nove meses, ao contrário, seguimos suas histórias do começo ao fim. Queríamos ouvir a opinião daqueles que conseguiram viver no norte e saber se pensam que valeu a pena o preço que pagaram; queríamos descobrir o que aconteceu com os deportados e com os encarcerados, dar rosto e nome àqueles que morreram, cujos restos jazem em túmulos anônimos ou valas comuns nas margens do caminho.
Nossa esperança é que, depois de navegar pelos cinco capítulos de Migrantes de Outro Mundo, saibam que esses migrantes existem, com toda sua humanidade, e que escutem sua única súplica: uma passagem segura e digna pelo continente.
Devido à natureza clandestina da maioria das viagens, é impossível precisar o número exato de asiáticos e africanos que passam a cada ano pela América Latina para chegar aos Estados Unidos ou Canadá. No entanto, cruzando os dados de cada país, nos aproximamos de um número que varia entre 13 mil e 24 mil pessoas.
No mapa animado que acabam de ver, estão traçadas as principais rotas utilizadas no primeiro trecho transatlântico. Produzimos este mapa de rotas a partir de estudos de especialistas, processos judiciais e matérias publicadas em outros veículos, mas baseado principalmente nos relatos dos próprios viajantes transcontinentais.
Eles e elas, às vezes com seus filhos, pegam voos em Nova Delhi, na Índia, e fazem conexão em Abu Dhabi ou Dubai, nos Emirados Árabes; ou partem de Johannesburgo, na África do Sul, ou de Moscou, na Rússia. Aterrissam em aeroportos de São Paulo, onde podem desembarcar, ou pegar conexão até Quito ou Cidade do Panamá. Também podem chegar em Buenos Aires, Caracas ou Havana. Outros tentam a sorte nos portos marítimos africanos de Durban ou Porto Elizabeth, Freeport, Lagos, Malabo, ou Pointe-Noire, onde embarcam em navios, às vezes clandestinamente, e outras em cargueiros ou em barcaças que mal conseguem atravessar o Atlântico. Desembarcam no porto de Santos, perto de São Paulo, ou no de Buenos Aires, ou são resgatados no Maranhão.
Assim que chegam em solo americano, o trajeto mais difícil está para começar, como contamos no segundo capítulo, As Rotas pela América.
Conseguimos as cifras oficiais disponíveis mais recentes dos países por onde mais transitam, mas as autoridades de imigração nem sempre registram as mesmas estatísticas, e é difícil que o número de migrantes de uma nacionalidade registrado no Panamá, por exemplo, seja exatamente o mesmo que o da Costa Rica, sua vizinha. Este é um trânsito furtivo, que atravessa as fronteiras mais fechadas às escondidas e que muda de caminho constantemente para evitar ser detectado.
Ainda assim, em seu conjunto, os números permitem pelo menos estabelecer que os migrantes transcontinentais que mais usaram essa rota ao longo de 2019 têm passaportes de Camarões, Índia, República Democrática do Congo (RDC), Bangladesh, Angola, Sri Lanka, Eritreia, Nepal, Paquistão, Gana, Guiné e Mauritânia. Também descobrimos que muitos deles chegam primeiro ao Brasil, um país que durante anos promoveu a imigração internacional. Entre janeiro de 2018 e janeiro de 2020, o Brasil deu refúgio a 27.760 estrangeiros de 53 nacionalidades, entre eles 270 solicitantes da RDC.
Depois de um tempo, muitos deles abandonam seus pedidos de refúgio ou seu refúgio. Como apurou o Profissão Repórter, da Rede Globo, outro aliado desta investigação, milhares de migrantes chegam em bairros miseráveis de São Paulo, moram em barracos ou ocupam prédios abandonados em péssimas condições e não encontram trabalho decente. Após dois ou três anos tentando se estabelecer sem êxito no Brasil, seguem viagem rumo ao norte. Esse é o caso dos angolanos e cidadãos da RDC que encontramos seguindo rumo ao norte. Muitos têm seus pedidos de refúgio negados, como acontece com a maioria das pessoas dos solicitantes provenientes de Bangladesh, Paquistão ou Gana.
Imigrantes de outras nacionalidades, como os do Sri Lanka, não parecem começar sua travessia pelo Brasil. Apenas 39 pessoas dessa nacionalidade solicitaram refúgio no Brasil entre 2017 e março de 2019. Por outro lado, segundo registros de imigração de 2019, uma quantidade dez vezes maior saiu do Equador sem passar pelos postos de controle de imigração, o que indica a natureza clandestina de sua viagem. Na Costa Rica, as autoridades de imigração também registraram a chegada de 738 srilanquêses.
É provável que os postos de controle de imigração confundam os cidadãos da República Democrática do Congo com os congoleses da República do Congo (ou Congo-Brazzaville) e que isso explique, em parte, a incongruência dos dados. Mas também significa que, passando por caminhos mais escondidos, eles conseguem não ser detectados. Um mapa interativo neste capítulo revela outros casos parecidos: na Colômbia, por exemplo, apenas 103 eritreus receberam salvo-conduto de passagem, enquanto a migração mexicana registrou um número de imigrantes dessa nacionalidade quase quatro vezes maior.
Com frequência, os migrantes não chegam aos seus destinos. Foi o que aconteceu com os indianos Sanjiv, Raja e Harpreet, cuja história contamos em parceria com The Confluence Media, veículo do país asiático. No México, já no último trecho do caminho, eles foram pegos pelas autoridades junto com outros 308 compatriotas. Depois de presos, foram colocados em um avião de volta a Nova Delhi. Aqui também contamos a história do vietnamita Van Dung Nguye, perdido no labirinto da justiça injusta de El Salvador.
O jornalista Josep Pele, da República Democrática do Congo, que também colaborou com esta aliança, conseguiu chegar aos Estados Unidos com sua família, mas se frustrou tanto com o que ofereciam — esperar um ano para saber se davam refúgio a eles ou não, sem permissão de trabalho — que seguiu viagem até o Canadá, onde mora atualmente. Contamos seu árduo périplo. Encontramos Colette, de Camarões, já do outro lado, em Odenton, Maryland, com suas filhas. O sonho americano, no entanto, era mais triste do que imaginava.
No caminho, um repórter desta parceria encontrou, na parede de um refúgio improvisado para migrantes, no departamento colombiano de Chocó, mensagens e assinaturas que estes haviam deixado como testemunho de sua passagem por ali. Decidimos procurá-los. Foi assim que encontramos Ashok, um nepalês que havia deixado sua mensagem quando passou pelo local em 2015, e, com a ajuda de um repórter no Nepal, reconstruímos sua história.
As passagens proibidas (capítulo 3) são muitas nesse longuíssimo percurso ao qual quase todos os governos impõem barreiras.
A travessia da selva de Darién, entre a Colômbia e o Panamá, à qual dedicamos um mini-documentário, é o trajeto que ninguém esquece. O calor pegajoso, as colinas da morte, o cheiro de corpos apodrecendo na lama… ali deixam tudo, incluindo a alma: alguns tiveram que deixar até seus filhos.
A viagem não termina aí. Ao chegar na rodovia Panamericana no Panamá, já em território civilizado, os migrantes podem recuperar o fôlego, já que tanto neste país quanto no próximo, a Costa Rica, sua passagem é facilitada com transporte seguro e rápido. Logo, no entanto, chegam à Nicarágua, um país sem lei para os seus e muito menos para os forasteiros. Lá, eles têm que pagar para passar, e nem sempre saem ilesos. Relatamos a experiência dos migrantes que atravessaram esse caminho clandestino.
Contamos também como é o trecho seguinte: a travessia diagonal do território hondurenho, desde Choluteca, no sul, perto da fronteira com a Nicarágua, até a solitária fronteira com a Guatemala, em Agua Caliente. A partir desse trecho sórdido, os migrantes asiáticos e africanos já não podem se deixar avistar em plena luz do dia. Uma vez cruzada a Guatemala, já perto do objetivo, os migrantes têm que esperar em um campo em Tapachula, no México. Devido a uma mudança no modo de aplicar a normativa, os migrantes ali amontoados chegaram a milhares em outubro passado. Dormindo em barracas em frente ao centro de detenção, a situação se tornou, em pouco tempo, explosiva, como conta um texto elaborado a partir das histórias de quem passou por ali.
Os migrantes também sucumbem pelo caminho. A maioria porque os países acham que, fechando as fronteiras ou impedindo-os de passar por lugares seguros, farão com que eles desistam. Parece que não os conheceram. Se tivessem, saberiam que as forças que os empurram não se limitam à vontade individual, mas têm a ver com os tempos atuais (fome, miséria, morte e guerra), e que, quando alguém é forçado a deixar seu país, não tem outra alternativa a não ser seguir adiante, de qualquer maneira.
Raramente os governos pagam um preço político pelos maus-tratos a esses migrantes. Na Colômbia, foi preciso acontecer um grande naufrágio como o de janeiro de 2019, em que 21 migrantes morreram afogados, para que esse governo voltasse a afrouxar suas normas migratórias. Agora, como contaram os migrantes, têm cinco dias para atravessar os 1200 quilômetros do país. No México, o acordo assinado com os Estados Unidos para reduzir o fluxo de estrangeiros que tentam chegar até o norte é aplaudido pela maioria do país. Triste paradoxo: um país de migrantes orgulhoso de fazer as vezes de polícia para que outros migrantes não alcancem seus objetivos.
Migrantes de Outro Mundo contou 110 migrantes de diversas nacionalidades mortos na fronteira entre a Colômbia e o Panamá. Morreram afogados em subidas do nível dos imprevisíveis rios selvagens ou no mar; morreram de infarto devido ao enorme esforço exigido pelo trajeto; morreram assassinados. De alguns, nada se sabe. Muitos não aparecem nos números oficiais de nenhum país. A impressionante base de dados recentemente construída pelo Projeto de Migrantes Desaparecidos da OIM também não contabiliza a maioria.
No quarto capítulo, Os Desaparecidos, mapeamos o rastro de mortes e desaparecimentos deixado pelas rotas de migrantes de todas as nacionalidades, documentados por nós e pela OIM entre 2016 e fevereiro de 2020.
Entre os mortos, estão as 21 pessoas que se afogaram no naufrágio de 2019 na Colômbia e que hoje estão enterradas em túmulos anônimos em Acandí, uma cidade de pescadores no Golfo de Urabá. Investigamos como foram parar ali e quem eram. Encontramos, nos Estados Unidos, a família de Victor, de Camarões, quem também ficou por essa fronteira.
Ainda, em parceria com The Museba Project, de Camarões, contamos a história dos camaroneses que se afogaram, em 2019, no mar em frente à costa de Tonalá, em Chiapas, no México, e colocamos em evidência a dor dos familiares que acreditaram no futuro de um ente querido que voltou para casa em um caixão.
Apesar da “desnacionalização” econômica de que todos os países têm sido objeto, como afirma a socióloga Saskia Sassen, estes também têm passado por um processo paralelo de “renacionalização”. Esta se expressa frequentemente na detenção de migrantes como forma de exercer controle sobre o território, ainda que às vezes em contradição com os próprios tratados internacionais assinados por eles, em que se comprometem a dar refúgio ou asilo àqueles que fogem de guerras, ou a tratar migrantes econômicos com humanidade.
Nas Américas, essa crise de identidade dos países resultou em um mapa legislativo errático e quase nunca consensual, que favorece enormemente o tráfico de pessoas, uma face cruel da migração mundial. Como nem todos os migrantes cruzam o oceano pelas mãos de conterrâneos ou familiares, a necessidade os leva facilmente até traficantes que sabem aproveitar os fechamentos e aberturas de fronteiras para adicionar novos custos, e de suas conexões com máfias de outros tráficos ilegais.
Assim traçam as rotas para seus carregamentos humanos. Se adaptam rapidamente, fazem a coordenação entre si com a ajuda de serviços de comunicação instantâneos e globais, fracionam os pagamentos e também as informações, que liberam a conta-gotas para os migrantes. Presos nas garras dos traficantes, os migrantes não têm outra saída a não ser ir esgotando os recursos de seus familiares de conhecidos. Para o fluxo de dinheiro, claro, não há fronteiras.
Esse negócio não prospera porque existem países “laxos”, como as autoridades migratórias chamam aqueles que se adaptam à globalização e abrem suas fronteiras às pessoas, mas porque existem países que as fecham, como se a migração não existisse.
Como conta o quinto capítulo de Migrantes de Outro Mundo, Um Negócio Cruel, a proibição e o enorme mercado de viajantes faz com que o preço infle e o que o negócio cresça. As histórias deste capítulo revelam como operam essas redes criminosas e seus diversos círculos de poder: desde as elites que cobram adiantado milhares de dólares pela viagem e coordenam os pagamentos entre as grandes capitais, e as autoridades locais corruptas que tiram suas fatias, até os “coiotes” expiatórios, como é o caso de uma dona de hotel que começou fazendo favores a migrantes em uma fronteira e acabou se tornando um peão no grande tabuleiro do tráfico; ou também de duas “Mama África”, uma na Colômbia e outra na América Central, esta última retratada aqui em profundidade.
Há zonas iluminadas e bem conhecidas pelas autoridades, como a chegada legal e a saída clandestina do Equador - documentadas em processos judiciários - e também há outras mais obscuras, cujos contornos desenhamos na Venezuela.
Neste continente tão desigual, também na aplicação da justiça, as polícias locais podem confundir redes migratórias de amigos e conhecidos que dão apoio a quem viaja com redes de tráfico mercantil, e acabam punindo bons samaritanos em vez de pessoas de peso. Esse parece ser o caso do processo que relatamos contra três senegaleses na Argentina.
Hoje, quando o coronavírus vai deixando mortes por toda parte na sua esteira, os países fecharam suas fronteiras para evitar o contágio. A situação dos migrantes que viajam precariamente, às vezes sem documentos e sem dinheiro, tornou-se crítica.
Alguns deles estão confinados em centros de detenção como o de Otay Mesa, em San Diego, na Califórnia, esperando que algum juiz considere seu pedido de asilo. Agora terão que esperar mais, com o risco de que Trump - cujas políticas migratórias chegam ao extremo da xenofobia - mantenha a suspensão de asilos para além da duração da pandemia.
Em Otay Mesa, esteve preso até a metade do ano passado Maxcello, um camaronês sobrevivente do naufrágio em Tonalá, no México, cuja história contamos aqui. Já foi anunciado que ali há pelo menos 41 contaminados pela Covid-19.
Os mexicanos e centroamericanos que chegam à fronteira durante a quarentena estão sendo deportados ao México, sem saber se estão contaminados ou não. O México é que está se encarregando de devolvê-los aos seus países ou de abandoná-los no sul para que eles retornem por conta própria, sem se importar com o que pode acontecer ou em saber de que escapavam. Além disso, os Estados Unidos mantêm suas expulsões habituais de pessoas em centros de detenção sem controle sanitário.
Um mexicano devolvido de Houston, no Texas, chegou doente a um albergue de migrantes em Nuevo Laredo e já contaminou outros. Dezenas de deportados à Guatemala chegaram com o vírus, o que provocou rechaço contra os recém-chegados.
Ao que parece, muitos viajantes provenientes da Ásia e da África que chegam aos Estados Unidos estão sendo mandados de volta aos seus países de origem. E aqueles que estavam na metade do caminho quando os países decretaram quarentena ficaram presos em albergues ou em cidades de fronteira, ultrapassando os números que estes podem receber em condições humanitárias mínimas.
Em Necoclí, a mesma cidadezinha na ponta norte da América do Sul onde conversei com Kamal em janeiro passado, dois meses mais tarde, 294 pessoas tiveram que se alojar, catorze de las africanas, excedendo a capacidade da prefeitura local para atendê-los. (Ver o vídeo no final desta história).
O coronavírus, potencializado por fenômenos globais como as mudanças climáticas e a globalização econômica, tem colocado em evidência a grande contradição das políticas de imigração atuais e os problemas que causam àqueles que essa mesma globalização expulsa.
Em um mundo onde tudo circula sem obstáculos exceto aqueles que fogem por suas vidas, a ambiguidade e o capricho do fechamento de fronteiras e da suspensão repentina do direito de refugiados e migrantes à proteção são crimes por omissão. Ao se esconderem atrás de uma política nacional duvidosa, com o pretexto de proteger seus cidadãos, os países estão contribuindo para uma crise global que também os inclui, dando as costas às pessoas que melhor exemplificam a capacidade humana de sonhar que nossas vidas podem ser melhores.
* Migrantes de Outro Mundo é um projeto colaborativo e transnacional de jornalismo investigativo do Centro Latinoamericano de Jornalismo Investigativo (CLIP), em parceria com Occrp; Animal Político (México) e os veículos regionais mexicanos Chiapas Paralelo e Voz Alterna para En el camino, da rede Periodistas de a Pie; Univisión Noticias Digital (Estados Unidos), Revista Factum (El Salvador); La Voz de Guanacaste (Costa Rica); Profissão Réporter da Rede Globo (Brasil); La Prensa (Panamá); Revista Semana (Colômbia); El Universo (Equador); Efecto Cocuyo (Venezuela); e Anfibia/Cosecha Roja (Argentina) na América Latina. Também colaboraram com a investigação The Confluence Media (Índia), Record Nepal (Nepal), The Museba Project (Camarões) e Bellingcat (Reino Unido). Este trabalho contou com o apoio especial da La Fundación Avina e da Seattle International Foundation